Una visita inesperada
Una semana en el calor agobiante de Buenaventura, y ya extrañaba mi pueblo. Me hacían falta el azul de sus montañas; las calles anchas y rectas de tierra apisonada por campesinos, parroquianos, mulas, caballos, niños que jugaban; el auto que partía para la ciudad con los cinco pasajeros de rigor; el Toyota de alguno de los tres o cuatro potentados del pueblo; el ronco motor de los Willis que llevaban y traían gentes y productos de las fincas; el pito de la “Chiva” que salía o regresaba con pasajeros tres veces al día, la última a las 6 de la tarde cuando el sol moría tras las selvas del Chocó, húmedas, neblinosas, cuajadas de la lluvia que alimentaba los ríos de la región, y al que atravesaba el pueblo bajo sus tres puentes de mampostería. Culebras se llama el río… No por las serpientes sino por su recorrido sinuoso, tranquilo al pasar por entre las casas y bajo los puentes, acelerado y mugiente arriba del pueblo, cuando se desprende impetuoso de las montañas, detenido apenas por las ...