Aprndizajes prematuros
Aprendizajes
prematuros
Temprano quedé en manos de
mi abuela Ana de Jesús (Peláez Jaramillo de García Cano, para más señas) y de
mi tía Alicia: aquella de medio siglo, ésta de trece o catorce años cuando
madre me parió, tardía.
La madre, primera de una
tribu de dieciséis hijos, hubo de enfrentar, ya un poco crecida, el trabajo de
ayudar a la abuela parturienta en una finca de café que albergaba, en tiempos
de cosecha (abril y mayo, octubre y noviembre), treinta trabajadores
trashumantes y el conjunto familiar. Así que no se casó hasta cuando nació la
última del clan, mi tía Alicia, que cerró el matriarcado y embobó por igual al
abuelo, a la matriarca y a la runfla de hermanos. Era hermosa. Nació bella y lo
siguió siendo el resto de su vida, con los estragos que la belleza ocasiona.
Para el mundo porque ella, ni tal: vivía sin enterarse de los estropicios que
causaban sus ojos, azules como los del abuelo (yo salí a la abuela, pequeña,
amestizada y morena), su voz de jilguero, sus gestos de coqueta natural:
victimaria y víctima, como suele suceder.
En medio de ambas, diez
varones y cuatro mujeres alternadas fueron disminuyendo con los años hasta
quedar en nueve, de los que conocí a siete. Enfermedades tempranas lejos de
médicos y farmacias y en manos de curanderos de vereda; un par de accidentes de
trabajo: la rama de un árbol demasiado grande para quien la detuvo
inesperadamente, y una mula que se despeña por un encañonado resbaladizo
arrastrando carga y arriero empecinado en salvarla; cierta vez una bala
perdida; otra ocasión una bien dirigida, dejaron en poco más de la mitad el
primigenio gentío. Que llegaba, en tiempos navideños y hasta cuando supe pues
la vida me llevó por otros caminos, a treinta y cinco primos, vástagos de los siete
hermanos sobrevivientes, todos empeñados en sacarle gruñidos a la tía mayor,
sonrisas al abuelo, complicidades a la abuela y compañía para las travesuras a
la tía menor.
No fui ajeno a ninguno a
tales avatares. Pero en los primeros tiempos campesinos, la competencia era
menor y los mimos de la abuela y la traviesa compañía de la tía, compensaban
con creces la desatención de la madre, ocupada en las “cosas de la finca” y en
las no menos importantes de los viejos y de mi padre, ausente arriero de mulas
y caminos.
Fascinante para mis
primeros años, la abuela era lectora. Remplazada por mi madre en los ajetreos
de la casa debido a sus partos casi continuos, la abuela tenía tres actividades
principales, aparte de parir vástagos para el clan: regar y consentir sus
flores y maceteros, cuidar del tardío hijo de su primogénita… y leer.
A casa llegaban cada mes
tres mulas arreadas desde el pueblo por don José, el Míster, un libanés
cacharrero y saltimbanqui que iba de finca en finca cobrando cuentas atrasadas
y dejando abalorios, utensilios, encargos anteriores, abonos y semillas. Y una
caja especial para mi abuela, con folletines decimonónicos y libros que
procedían del sur y del norte. De Argentina y Chile, potencias editoriales de
la época en América, y de México: Editorial Atlántida, Porrúa, ZigZag, en fin.
Otros mundos situados más allá del río, más allá de los colinas que limitaban
la finca, más allá de las montañas lejanas que azuleaban el horizonte. Y que la
abuela desentrañaba en voz alta. Pero no muy alta: apenas para el nieto
acomodado en sus faldas y para la tía concentrada a sus pies en posición de
loto.
Yo me adormilaba al
arrullo de las aventuras que saltaban desde las páginas de Miráculas, de Henri
de Volta, un libro gordo de múltiples relatos, cuentos, poesías y frases que
adquirían, en las modulaciones vocales de la abuela, un no sé qué de azarosas
posibilidades que estaban allá afuera, casi alcanzables por el hueco de la
ventana. Y seguía embelesado el ritmo de la lectura en los pequeños alacranes y
arañas negras que formaban filas iguales en las páginas… y me iba quedando
dormido… Pero me parecía curioso que esos relatos salieran de allí, de esas
páginas que cada tanto la abuela pasaba para enfrentar la siguiente. Así que
poco después de cumplir tres años –me contaron más tarde–, le pedí a la abuela
un regalo extraño para cuando cumpliera cuatro:
– Mamita, cuando tenga
cuatro años, ¿puedo aprender a leer?
Aclaro que en Colombia los
niños, no sé si aún, les decíamos a los abuelos Mamita y Papito. Ha de ser
porque cuando chicos, los sentimos más cerca y más afectuosos que los padres,
siempre tan ocupados…
Los meses fueron pasando y
creo que la abuela y la tía olvidaron mi petición un tanto rara. Así que el día
en que cumplía cuatro años, mi tía Alicia me llevó a bañarme al río, a la poza
que me gustaba y que habíamos construido con dique de piedras entre varios
primos y ella. Y volvió a casa conmigo bañado, vestido y hambriento, a
desayunar. Pero en el camino de regreso me miraba expectante, un poco extraña,
me parecía, como esperando algo. Años después me contó que no se atrevía a
recordarme el regalo que le había pedido a la abuela, pensando que se me había
olvidado… Porque yo no había dicho nada al levantarme ni en todo el trayecto. Y
suponía que, tal vez, preferiría otra cosa: un conejo, una cauchera de horqueta
de guayabo hecha por el padre, el dulce de piña de la abuela, una acuarela de
la tía Alicia, también pintora aficionada…
Pero no se me había
olvidado. Ni se me había ocurrido pensar en otro regalo.
En el desayuno de ese día,
abuela, madre y tías me miraban sin que yo atinara a saber el porqué. No
relacionaba mi vieja petición, ni la decisión de hablar con la abuela cuando
terminara el desayuno, con las miradas furtivas de todos. Así que cuando
terminó el desayuno y la madre se alejó hacia la cocina con tazas y platos
vacíos, miré a la abuela y le dije:
– Mamita, ¿hoy me enseña a
leer?
Y así fue como la abuela
me aventó a ese mundo de más allá de la ventana, a esos caminos que sigo
recorriendo de la mano de los primeros amigos imaginarios, o no tanto: están
allí, entreverados en esas arañitas y alacranes negros que forman palabras, que
construyen páginas, que completan libros, que edifican bibliotecas, que
sugieren sueños.
Aún hoy me acompañan esos
remotos amigos: Tom Sawyer, Huck Finn, la Tía Polly, Becky Tatcher mi primer
amor de papel; Sandokán, Yañez el Portugués, Brick y su pabellón negro, otro
pirata de otros mares; Dick Turpin y el Bandolero Escarlata y Robin Hood desde
los bosques y las colinas de Albión; Scherazade, Miguel Strogoff y Taras Bulba
desde más allá de los Urales; Arizona Raines, Roy Rogers y Hopalong Cassidy,
que me inocularon el western desde las páginas de El Peneca; Antoine Roquentin,
Rodia Raskolnikov, Emilio Sinclair y Stephen Dedalus; en fin. Con otros que se
han ido agregando con el taciturno paso de los años: Emma, Ana, Larissa, Molly,
Rosendo Suárez, Arturo Cova, el Príncipe Hamlet y Ivanhoe; Cumandá, don Segundo
Sombra y don Alonso Quijano; el guaraní Tabaré, de Ersilla, y el mapuche
Caupulicán que inmortalizó Darío; y el Mr. Hayde y el Dr. Jeckyl y Drácula, ese
Príncipe de ultratumba que me agenció la primera noche de terror; y el engendro
del Dr. Franckestein… Y, claro, Larissa, Talita, La Maga, Remedios la Bella… Y
Lisbeth Salander…
Para no hablar del cine y
los amores de celuloide, porque esa fue otra historia familiar.
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