La hondonada

Se detuvo en el último rellano de la cuesta. Al frente, el valle pedregoso, surcado por el río que bajaba del desagüe de la laguna, circuida de cumbres nevadas. Hace algunos años, la enorme masa de hielo de la cumbre mayor se desprendió de la pared vertical, arrastró en su caída rocas de todos los tamaños, y se precipitó al verde espejo de agua que aún ocupa la herradura montañosa. El agua desalojada por la masa de hielo y rocas se precipitó por la única hendidura, invadió el valle hasta entonces liso y cubierto de hierba y pajonales, dejó en su viaje líquido las rocas arrancadas de la montaña, arrastró mulas, burros y vacas que pastaban desprevenidos, y alcanzó a lavar los corredores de las dos cabañas que servían de refugio, algunos metros arriba del valle.

Atrás quedó la herradura de cumbres y riscos y sus picos bautizados con nombres cristianos por los devotos conquistadores que vieron en ellas un altar: El Obispo con su pared de oscura roca, desnuda de la nieve desprendida, Las Monjas, grande y chica, El Canónigo, El Tabernáculo, Los Frailes, en fin. Nombres impuestos por la fe de sus primeros oteadores o visitantes hispanos, pero que en la lengua indígena vernácula se limitan a un sólo epíteto: Capac Urcu. Montaña Majestuosa.

Había estado por allí años atrás, solo. El profundo silencio y la soledad del páramo le gustaban. Le gustaron siempre. Después, habían ido los dos a conocer la montaña, a pasar el feriado de Semana Santa, a compartir unos días. Quiso llevarla a ese lugar único en el cual se sintió a solas consigo mismo, y pensó que sitios como ese debían compartirse con alguien que entrara en su vida y le trazara un surco de afecto, de belleza, de esperanza. Y cuando la vida le hizo el regalo de conocerla en un bar de habitúes del baile y de la charla, decidió llevarla uno de esos días. Sabía que lo acompañaría. Eran, también y en cierta medida, sus lugares si no preferidos sí alguna vez soñados.

Él prefirió, como lo tenía planeado si hubiese ido solo, subir a pie desde la hacienda donde alquilaban caballos para la ardua subida hasta el valle de Collanes, al pie de la montaña. Ella hizo el recorrido a caballo en un par de horas; él tardaría seis desde el medio día soleado en que inició la cuesta, hasta las 6 de la tarde cuando se reunieron, en un abrazo, al pie de la cabaña. No se arrepentía del esfuerzo hecho a sus años, casi sesenta, pero sí de haberle impuesto a sus juveniles veinte tan larga espera en las cabañas. No, no se había aburrido, dijo. Recorrió algo los alrededores y se extasió con la belleza de la herradura nevada.

Este otro viaje era distinto. Iba solo y, como antes, había subido a pie. Pero las seis horas de aquél día, fueron ocho ahora con algunos, muchos, años más. Aunque “así lo prefería”, como explicó en la Hacienda al propietario, agregando que “regresaría un par de días después, pero por otra ruta directa hacia el pueblo”. “Así que no me espere”, le pidió, a lo que el hombre solo supo decirle “Tendrá cuidado, ya no es ningún joven. ¿No quiere un guía o un acompañante?”.

“No, no se preocupe”, le contestó. “Conozco bien la ruta, como usted sabe, y estoy en buena forma y con buena salud. Pero gracias”.

Y se despidió con ademán leve y sonrisa escueta, iniciando la prolongada cuesta camino al refugio. Allí pasaría la noche… y “mañana veré”, pensó. “Será otro día y elegiré el mejor lugar”. Ni siquiera pensó en para qué era ese mejor lugar. Ya lo sabía desde antes de decidir ascender paso a paso, recordando aquel otro viaje, a la que consideraba la más hermosa y magnifica montaña del país; la que le había dejado el más bello recuerdo de su vida. El recuerdo con el que se había quedado al final, entre los muchos que atesoraba en su envejecida memoria.

Al otro día despertó temprano, hizo en la cocinilla de la cabaña un café fuerte, llenó una taza y guardó el resto en un termo para la jornada cuya ruta aún no decidía pero cuyo destino conocía bien: la hondonada que dividía las dos cumbres del sur, a la derecha de la helada herradura, la primera de ellas la más alta de todas las que conformaban la montaña y encerraban la laguna.

Al fondo de la explanada rocosa, el sol ponía destellos plateados en las cumbres de roca cubiertas por la nieve mañanera, que con el sol se derretiría poco a poco para alimentar el espejo verde y la corriente que atravesaba el valle y descendía a saltos espumosos hacia las faldas del oeste y los pueblos cercanos.

Sorbió el café caliente, lo acompañó con medio pan y una albóndiga, se echó a la espalda la parca mochila con algo más de comida, el termo de café y limonada en una cantimplora. Miró hacia la hondonada que separaba las dos cumbres y pensó que a la tarde –caminaría despacio– estaría llegando al pie de los dos riscos y entraría al camino que señalaba el vértice, a esa hora temprana lleno de nieve fresca y reciente. Nevó bastante anoche, pensó. Pero no será problema: el sol derretirá la mayor parte y podré caminar. Conocía el otro lado: media docena larga de lagunas, unas medianas, la mayoría pequeñas, desaguaban en arroyos cristalinos que se unían más abajo, hacia el oriente, para formar el río Aguarico al norte, y otro al sur cuyo nombre ignoraba pero que se unía con otros procedentes de las nieves del Altar o del Sangay, hasta formar el Palora, el Pastaza, el Upano, en fin, los ríos del oriente. Sonrió al memorar esos nombres y la inútil enumeración.

En lo alto de las dos cumbres, la nieve caída en la noche se amontonaba en dos contrafuertes rocosos a media montaña, sostenida en paredes de hielo viejo de siglos que le servían de soporte. Y que, de vez en cuando, se cuarteaban bajo el peso de la nieve, la ley de la gravedad y el golpe de los vientos cálidos que venían del oriente, y se quebraban con un ruido que se apagaba lentamente por entre los contrafuertes, los valles, las laderas, rellenando la hondonada con toneladas de hielo, de nieve y de silencio…

Ya nadie se aventuraba por esta ruta. Bordeando la montaña por el oriente, un camino llegaba a las lagunas del otro lado, sin peligro de avalanchas. Hacía muchos años, un grupo de cinco montañistas quedó sepultado bajo toneladas de hielo, nieve y rocas, cuando un gran trozo de pared se desprendió del Obispo y rellenó la hondonada por varias semanas. Los encontraron casi juntos, tiesos y conservados por la helada temperatura. “Parecen vivos aún”, dijo uno de los guías que los hallaron. Desde entonces, unos treinta o cuarenta años atrás, nadie se atrevía a pasar al otro lado por esa ruta.

Eran ya las cinco de la tarde. La lenta caminata, interrumpida primero para cruzar con cuidado el río que dividía el valle, y luego para un somero almuerzo de pan, albóndiga fría y limonada, lo dejó justo en la entrada de la cicatriz del vértice de las dos cumbres, a esa hora ya casi libre de la nieve caída en la noche anterior, facilitándole el paso hacia… hacia más allá, pensó. Bebió algunos sorbos del café caliente del termo, lo guardó en la mochila y avanzó paso a paso. La hondonada, ya libre de nieve convertida en frío hilo de agua, le permitió apresurar el paso aprovechando las últimas luces de la tarde. En un rato, pensó, no se verá mucho, aunque hay luna llena…

(De pronto su recuerdo le llenó la memoria, la fallida esperanza, la certidumbre de su cobardía. La perdí por cobarde, se dijo con dolor, con el hondo sufrir de su ausencia y del recuerdo de su gesto cuando se amaban. Era ¿es? Hermoso ese rictus involuntario de su boca, su mirada brillante, su cara levantada… ¿Que hice? Se preguntó inútilmente porque ya era tarde. Sí, recordó, pero no fue consuelo ni paz. Demasiados años entre los dos, demasiados. ¿Y qué? Recordó que ella se lo dijo después con un dejo de triste reproche: era mi decisión, no la tuya…).

Caminó unos metros más.

El tiempo pasó rápido. La luz de las estrellas y el amarillo disco de la luna, fulgían en las laderas heladas. Avanzó un poco en la ligera penumbra. Eligió una roca plana ubicada junto a una especie de cavidad somera en la pared del Obispo, y se sentó. Acomodó la mochila detrás de la roca pero extrajo el saco de dormir. Hacía frío. Se arrebujó dentro mientras recordaba de nuevo aquel viaje de años atrás con ella, los tres días que pasaron juntos, las caminatas hasta el bosquecillo previo a la laguna, el rato que se perdieron de vista, su angustia de no verla por varios minutos…

A la media noche, algo de nieve había caído en el sendero y en la hondonada, pero la mayor parte se había quedado arriba, en las casi verticales laderas de los dos picos del sur cuyo vértice formaba la estrecha ruta hacia las lagunas. A la difusa luz de la tarde ya anochecida, la nieve acumulada arriba se percibía amontonada en los estrechos contrafuertes de roca, presionando las viejas paredes de hielo.

Un golpe de viento cobró fuerza al entrar en la hondonada y algo de la nieve de arriba se desprendió cayendo a los pies de la roca, tapando las botas, la mochila, una parte del saco de dormir.

El viento cesó. Un silencio profundo llenó el callejón. Escuchó con atención, como si esperase algo. Y, cansado, se durmió.

De pronto, un sonido agudo como de vidrio que se quiebra, llenó la hondonada y le hizo abrir los ojos, despierto y alerta. “Al fin”, se dijo.

Arriba, a media montaña, la vieja placa de hielo se trizó de lado a lado, la rasgadura recorrió la pared de roca de norte a sur, y se desprendió como con pereza, lentamente, de la pared rocosa, superando el precario contrafuerte, cayendo violenta camino al vértice en la base…

Abajo, en el fondo de la hondonada, el hombre pronunció en voz baja, para sí mismo, el nombre que se llevaría hasta “más allá”…

Comentarios

Entradas populares de este blog

CRÓNICAS NOSTÁLGICAS… Conversando con artistas y poetas

¿NO SOMOS NADA EN EL UNIVERSO? ¿EN SERIO?

FONDOS DE INVERSIÓN. EXPLICACIÓN SIMPLE