UNA LECCIÓN INOLVIDABLE

Tengo un recuerdo claro de mi padre. Es como una pintura al fresco que va cambiando de escenario al vaivén de la nostalgia. Podría contar muchas cosas de un hombre de quien jamás escuché una mala expresión, trabajó toda su vida de sol a sol –literalmente–, nunca vi enojado, y se aplicaba unos pocos aguardientes en ocasiones especiales, como cuando los abuelos cumplían años o nacía un sobrino más en la familia. O cuando me gradué de bachiller. Pero hay un recuerdo que me visita a menudo y que aún hoy, cuando mi barba ya blanquea, humedece mis ojos de emoción y respeto. Pero el recuerdo requiere de un prefacio. Antioqueño de cepa, mi padre era un arriero campesino casi analfabeta. Al casarse con mi madre, toda la familia de ella: padres, quince hermanos, algunos nietos antecesores de la runfla que vendría después y, por supuesto, el yerno, salieron de Antioquia y se radicaron en un pequeño pueblo del Valle del Cauca, cerca de Cali, después de una corta temporada en Popayán, de donde quizás los espantaron las niguas y la displicencia de una sociedad de timbres aristocráticos y apellidos ilustres. En aquel pueblo mi padre, que había abandonado el campo y la arriería que le habían ocupado la vida de soltero, para dedicarse a menesteres urbanos en busca de un mejor vivir para la familia, se convirtió en artesano ebanista. En ese pueblo nací, estudié y, de su mano, aprendí a construir muebles de madera, mi mayor orgullo en este invierno de la vida. (…) … entrar a los once años a bachillerato fue un golpe serio. Era, más o menos, la vida real. Mis compañeros de primaria eran casi todos hijos de campesinos para quienes el estudio de los vástagos tenía que entreverarse con el trabajo, de modo que estudiaban un año sí y otro no. Y aunque tenían conmigo una marcada diferencia de edad, en la escuela todos conservábamos el espíritu infantil, al margen de las preferencias intelectuales que yo escondía, instruido por mi abuela, para no agredir con diferencias inentendibles. Pero el colegio era otra cosa: empezaba la vida. Allí los mocetones de catorce y quince años que habían sido niños conmigo en la escuela, iniciaban el acelerado viaje a la madurez con las previsibles actitudes sobradoras de quienes ya se empiezan a sentir hombres. Pero yo seguía siendo niño. Así que ese primer año me dediqué a no desentonar de mis panas en el aprendizaje de la vida: bolas, trompos, fútbol, escapadas al río, caminatas por los montes matando pájaros y comiendo frutas, enamorada compartida a la que yo apenas miraba mientras el pana le acariciaba la mano –no hablaba ninguno de los tres–, billar por las noches con cerveza incluida, etc. Perdí el año. De las catorce materias que cursaba, perdí siete: a lo bestia. Mi madre me propinó una paliza que todavía me duele al sentarme, pero mi padre guardó un prudente y creo que comprensivo y solidario silencio. Pensé que, ante la maternal azotaina, él había decidido que era suficiente. Una semana después me dijo: "Mijo, nos vamos unos días para la finca de su tío Graciel". Al día siguiente de llegar, me hizo levantar a las cinco de la mañana, nos tomamos la correspondiente taza de café hirviente en la cocina junto a los trabajadores, me llevó con ellos al cafetal, me colgó un canasto en la cintura y me dijo: "Aprenda a coger café. Le va a servir". Y regresó al pueblo. Coger café no es lo que vimos que hacían "chapoleras" y jornaleros entre canciones de amor, peleas por amor y miradas de amor en la telenovela Café, cuando la bella Gaviota nos enamoró a todos pero se quedó con Sebastián Vallejo, que fue más o menos como quedarse con todos. No. La jornada empieza a las seis de la mañana con un frío que corta, transcurre por el mediodía bajo un sol de plomo, y fenece a las seis de la tarde cuando los sucesivos canastos llenos de café han ido a parar, debidamente contabilizados por el mayordomo para saber cuánto coge cada trabajador, a una tolva desde la cual pasa al molino. Entre el comienzo de la mañana y el fin de la tarde, el día se llena de mosquitos que pican como agujas, alguna serpiente de vez en cuando y gusanos de pollo con pelillos venenosos que arden como ortiga; el sudor se pega a la camisa y a la entrepierna y corre por la cara como manantial salobre –cuando no llueve a chorros y el agua golpea el precario poncho que cubre las espaldas mientras se van entumeciendo las articulaciones–; la piel de los dedos, sensible y novata, se raja en mil estrías, y ni siquiera las piernas de futbolista resisten las doce horas en pie, cortadas al medio día para un contundente almuerzo que permita continuar la jornada. Al final de esa primera semana, la mía había sido la cuota más baja entre los recolectores que ya me miraban con ternura y piedad, pero en cambio tenía el récord de picaduras, caídas y moretones, y mis manos de estudiante eran un mapa con caminos de sangre. El sábado tarde llegó mi padre. Yo había salido al camino a esperarlo desde cuando lo vi remontar, a caballo, la última loma. Me subió al anca, me preguntó sonriendo "como iba la cosa", y yo lo miré entre resentido y acongojado. Pero saqué fuerzas para decirle: "Papá, no quiero ser cogedor de café; quiero estudiar". Él me miró un rato que parecía eterno y contestó: "Eso esperaba oír de usted". Al día siguiente se marchó de nuevo al pueblo, pero mi tío me informó por la noche que había dado instrucciones para que los dos meses en la finca fueran, como siempre, de vacaciones. Las disfruté como nunca y hasta, de vez en cuando, me iba al corte a coger café un par de horas. Y no volví a perder ni una materia en el resto de mis estudios. Sí, era un sencillo campesino mi padre. Pero nunca he conocido a nadie tan bueno ni tan noble.

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