Crónicas nostálgicas
Fiestas devotas y el día
santo de mis amigas putas

Los niños no nos dábamos cuenta hasta cuando ya
entrábamos a la adolescencia y nos podíamos escapar de los aburridos sermones y
procesiones que varias veces al año el cura organizaba por tal o cual santo o
festividad: Reyes Magos, Corpus Christi, San Pedro y San Pablo, la Patrona y
Navidad.

Ese día la plaza principal, calles de tierra, se
rodeaba con 3 hileras de estacones, uno cada 5 metros más o menos y un par de
metros entre hileras, en los que los fieles y devotos ataban, colgaban o
clavaban sus ofrendas a la Iglesia. Los hacendados más ricos, una ternera o
vaquilla, los menos ricos, un cochinillo o un par de gallinas, los pobres un
billete de baja denominación, un atado plátanos o yucas, un chal elaborado por
alguna abuela, una colcha de retazos, como hacía mi madre, hábil en esa especie
de tejido artesanal.
Terminaba en la tarde cuando quemábamos a Judas
el Traidor, en la plaza principal, en medio del jolgorio colectivo por el
merecido castigo infligido a quien, año tras año, entregaba a Jesús a los
romanos para su tortura y crucifixión. Que la fiesta fuera algo extemporánea
puesto que la crucifixión había sido dos o tres meses antes, no importaba. El
punto era quemarlo y hacerlo explotar con tacos de dinamita y cohetes que, al
final, le salían volando de la cintura, y leer en el Teatro el Testamento de
Judas, casi siempre escrito por el poeta del pueblo, don Ramón Elías Osorio,
dueño de una de las Compras de Café.
Esa había sido una costumbre algo disputada. Don
Ramón fungía de poeta y escribía de vez en cuando unas cuartillas con cuartetas
y coplas que vendía a 5 centavos el cuadernillo. Decía que no las regalaba
porque escribir era un trabajo, aunque fuera divertido, y “el trabajo se paga”.
Al otro lado del pueblo, don Antonio, que había sido maestro en Risaralda y
estaba retirado, era el encargado de los discursos de las fiestas patrias.
Cuando llegó al pueblo, después de una Semana Santa, quiso encargarse del
Testamento pero don Ramón lo paró en seco diciéndole: “El Testamento es cosa
mía. Usted dedíquese al discurso del 20 de Julio que de Judas me encargo yo”. Y
así quedó establecido el arreglo.

Hacia las 7 de la noche, el alcalde ordenaba
apagar la planta de energía eléctrica del pueblo, y quedábamos a oscuras. Pero
no tanto. De inmediato, en todos los pretiles de las ventanas y en los umbrales
de las puertas de las casas, empezaban a colocarse y a prenderse,
cuidadosamente afirmadas con previas gotas de parafina, velas de distintos
tamaños, todas blancas. Por esos días en el pueblo no corría el viento, aunque
ya estábamos en el invierno decembrino. Sólo a mediados del último mes
aparecían los vientos desde las selvas del Chocó, algo cálidos aunque habían
perdido temperatura al atravesar las cumbres de la Cordillera Occidental. Pero
servían para calentar algo las frías lluvias de fin de año.
Las velas duraban a lo sumo una hora u hora y
media, según el tamaño y el grosor, de modo que los más chicos empezábamos a
las ocho y poco a recorrer las calles del pueblo cercanas a nuestras viviendas,
y a recoger los regueros de parafina que iban quedando al apagarse las velas.
Con los residuos hacíamos bolas cuyo tamaño, en cada cuadra, declaraba al
ganador de la “recogida”. No había Premio. El Premio era ganar.

Nunca vi, en mis años de niño, que alguna pareja
se detuviera a besarse. Y nunca lo hice con la “novia” en los años de
adolescencia pueblerina. Porque de los dieciocho a los veinte, cuando me fui
del pueblo, ya era mayor y la recogida de parafina había pasado a otras manos.
Teníamos otras ocupaciones… en la fuente de soda del Pueblo.
Tampoco supe nunca qué hacían las chicas con la
bola de parafina.
Pero vuelvo a la costumbre mencionada al inicio,
de la que de niños nunca supimos. Ocurría el Viernes Santo, después del
mediodía, cuando a las tres de la tarde arrancaba la Procesión del Santo
Sepulcro, que recorría las calles Residenciales del pueblo y terminaba a las
siete de la noche, más o menos, de nuevo en la Iglesia para la liturgia de la
crucifixión y el luto por la muerte del Redentor.
Los niños, hasta los quince años, acompañábamos
obligadamente la procesión, de modo que la costumbre aquella siempre nos pasó
inadvertida. Y cuando ya fuimos adolescentes y la conocimos, la cuestión se
quedaba entre “mayores”, entre nosotros y algún que otro adulto amigo. No se
habla con los niños “de esas cosas”. Ni de “esas”…
En los pueblos de Colombia, no sé si aún, existen
dos costumbres ineludibles: el Café es para los hombres pero lo atienden
mujeres. Coperas, se les llama. No entran o no entraban, mujeres “decentes” a
los cafés. Para eso estaban las Fuentes de Soda, sitas en la calle principal o
en los lados de la plaza que no ocupaba la Iglesia. En mi pueblo se llamaba La
Fuente. Nada más. Y en ella iniciábamos a los quince años, cuando empezábamos a
“madurar”, el ritual de las cervezas de fin de semana. El Café, aún no. Eso era
para mayores de dieciocho aunque, esporádicamente y solo para jugar billar, nos
dejaban entrar desde los quince.
La otra costumbre, que creo se mantiene en los
pueblos medianos y pequeños, es que las Damas de la Noche se ubican en una zona
reservada y restringida en las afueras, no mucho, del pueblo. Se llama Zona de
Tolerancia y ahí viven, y por las noches “trabajan”, las mujeres de Cuatro en
Conducta, como se titula una novela de Jaime Sanín Echeverri, ya olvidada por
lectores y críticos. Sobre todo por estos.
En mi pueblo había una cierta condescendencia con
unas pocas de estas damas. A dos o tres, que tenían hijos en la escuela o en el
colegio, se les permitía vivir en una zona neutral, entre el pueblo y la zona
de tolerancia, en una calle poco frecuentada por la “gente decente” y mucho
menos por niños o damas de “buen vivir”… que jamás pasaban por ahí. Pero el
“trabajo” de las “otras” se realizaba dentro de su Zona de acción, nunca en sus
casas. Ellas lo aceptaban así porque no querían que sus hijos vivieran y
crecieran en la “zona del pecado”. Y en la casa tenían “compañero”. Marido que
llaman…
De manera que algunos jóvenes del pueblo tuvimos
de amigas a varias de las madres de las chicas que estudiaban en el Colegio o
en el Liceo, y que gozaban de esas prerrogativas morales. Tema que no se tocaba
en las charlas con sus hijas o hijos, por supuesto.
Recuerdo en mi pueblo dos damas de cuatro en
conducta, madres de hijas conocidas del colegio, amigas. El hecho de ser
compañeros de estudio de sus hijos, impedía cualquier trato de otra clase, de
modo que sí, eran amigas. Y muy agradables y simpáticas. Una de ellas –Luzmila,
¿dónde estás?– era amiga también de mis padres y de mi abuela, aunque no se
visitaban: charlaban, cuando pasaba por mi calle con su hija de la mano, en la
vereda de la casa. Mi abuela le tenía pena y cariño.

De repente, hacia la esquina del
Teatro y del Café la Cita, por la calle que iba a la Escuela de niñas y tres
cuadras más arriba hacia la calle intermedia, “neutral”, con la Zona de
Tolerancia, un desfile de mujeres vestidas de negro o de lila oscuro, iniciaba
su peregrinar por el centro del parque, hacia la esquina de la Alcaldía. Debían
de ser unas cincuenta, más o menos, encabezadas por Doña Rosa, la Madama
Principal. Desde allí y hacia donde sale el sol, pasado el puente frente al
antiguo colegio de mi segundo grado, la cuesta de La Cuchilla era todo un
desafío hasta para los jeeps. Luego, un kilómetro más o menos por un camino de tierra
por el que no pasaban usualmente vehículos, se llegaba al Cementerio local.
Allí terminaba el desfile de las Damas de Cuatro
en Conducta que habitaban y trabajaban en la Zona de Tolerancia. Todas eran
católicas, todas eran devotas de alguna virgen, casi todas tenían en sus
cuartos al menos una imagen de su virgen o del Corazón de Jesús. En una
Colombia conservadora y católica, mi pueblo era dos veces conservador y
católico. Y, por lo tanto, las Damas de cuatro en conducta y los liberales, no
podían asistir a misa en la Iglesia. Los liberales, tan católicos como los
conservadores pero algo anticlericales, escuchaban la misa desde el Atrio… Pero
ellas llevaban dentro, no solo la acendrada creencia en su fe, sino el estigma
de su profesión. Algunas aprovechaban cuando salían del pueblo a la ciudad
vecina, donde eran desconocidas, para ir a misa y, a lo mejor, para confesarse
y comulgar.
Pero en el pueblo les estaba vedado el ejercicio
de su fe, por ser mujeres de “mala vida”. Conscientes de ello y de su
“pecaminoso trabajo”, solo el viernes Santo, a las tres de la tarde, hora en
que se supone que Cristo fue colgado en la cruz, las Damas de la Noche de mi
pueblo iniciaban su humillante romería de contrición y arrepentimiento, aunque
no de p ropósito de la enmienda, por todo el centro del pueblo, como expiación
de sus pecados. Ida al Cementerio donde seguramente rezaban algunas oraciones o
el Rosario, y vuelta por el mismo viacrucis hacia sus moradas de siempre. Y
hacia su Trabajo de Damas de la Noche. Que habían suspendido desde el Jueves
Santo y reiniciaban apenas, muy consecuentes, el sábado de Resurrección…
Recuerdo bien que en los dos viajes, ida y vuelta
del cementerio, ninguno de los contertulios de la Fuente se permitía un
comentario ácido ni jocoso. Todos asistíamos de lejos y sin pretender
acercarnos, al desfile de las enlutadas Damas de Cuatro en conducta. Creo que
les teníamos respeto… El respeto que, en otros días del año, el mundo les
negaba.
Y les niega.
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