Crónicas nostálgicas
Fiestas devotas y el día santo de mis amigas putas

La costumbre permaneció mientras viví en mi pueblo, de los siete a los veinte años. No supe si terminó algún día y he olvidado preguntar que pasó con ella. Como todo cambia tan rápido en estos tiempos presurosos, es posible que el negocio mismo haya cambiado y ya no dé lugar a esas actividades, digamos, ancestrales y poco recomendables. Pero espero que se mantenga… 
Los niños no nos dábamos cuenta hasta cuando ya entrábamos a la adolescencia y nos podíamos escapar de los aburridos sermones y procesiones que varias veces al año el cura organizaba por tal o cual santo o festividad: Reyes Magos, Corpus Christi, San Pedro y San Pablo, la Patrona y Navidad.
No recuerdo bien si era el día de Corpus Christie, en los San Juanes o el día de todos los Santos. Pero era en junio y se trataba de una especie de mercado a favor de la construcción del nuevo templo o de la compra de otra campana o del arreglo de las andas o las bancas o cualquier cosa que se les ocurriera a los párrocos, tres en los años en que viví en el pueblo.
Ese día la plaza principal, calles de tierra, se rodeaba con 3 hileras de estacones, uno cada 5 metros más o menos y un par de metros entre hileras, en los que los fieles y devotos ataban, colgaban o clavaban sus ofrendas a la Iglesia. Los hacendados más ricos, una ternera o vaquilla, los menos ricos, un cochinillo o un par de gallinas, los pobres un billete de baja denominación, un atado plátanos o yucas, un chal elaborado por alguna abuela, una colcha de retazos, como hacía mi madre, hábil en esa especie de tejido artesanal.
Terminaba en la tarde cuando quemábamos a Judas el Traidor, en la plaza principal, en medio del jolgorio colectivo por el merecido castigo infligido a quien, año tras año, entregaba a Jesús a los romanos para su tortura y crucifixión. Que la fiesta fuera algo extemporánea puesto que la crucifixión había sido dos o tres meses antes, no importaba. El punto era quemarlo y hacerlo explotar con tacos de dinamita y cohetes que, al final, le salían volando de la cintura, y leer en el Teatro el Testamento de Judas, casi siempre escrito por el poeta del pueblo, don Ramón Elías Osorio, dueño de una de las Compras de Café.
Esa había sido una costumbre algo disputada. Don Ramón fungía de poeta y escribía de vez en cuando unas cuartillas con cuartetas y coplas que vendía a 5 centavos el cuadernillo. Decía que no las regalaba porque escribir era un trabajo, aunque fuera divertido, y “el trabajo se paga”. Al otro lado del pueblo, don Antonio, que había sido maestro en Risaralda y estaba retirado, era el encargado de los discursos de las fiestas patrias. Cuando llegó al pueblo, después de una Semana Santa, quiso encargarse del Testamento pero don Ramón lo paró en seco diciéndole: “El Testamento es cosa mía. Usted dedíquese al discurso del 20 de Julio que de Judas me encargo yo”. Y así quedó establecido el arreglo.
La fiesta de la Patrona del pueblo, el 8 de diciembre, la Virgen del Perpetuo Socorro, era el día después de la noche de las Velitas, quizá la más divertida de todas con excepción de la Navidad, la mejor sin duda: comida grande, dulces a montones, juego de aguinaldos, regalos compartidos, en fin. Pero la noche de las velitas era divertida para los niños, y luego lo fue para los que íbamos creciendo, lentamente como se crece y madura en los pueblos pequeños.
Hacia las 7 de la noche, el alcalde ordenaba apagar la planta de energía eléctrica del pueblo, y quedábamos a oscuras. Pero no tanto. De inmediato, en todos los pretiles de las ventanas y en los umbrales de las puertas de las casas, empezaban a colocarse y a prenderse, cuidadosamente afirmadas con previas gotas de parafina, velas de distintos tamaños, todas blancas. Por esos días en el pueblo no corría el viento, aunque ya estábamos en el invierno decembrino. Sólo a mediados del último mes aparecían los vientos desde las selvas del Chocó, algo cálidos aunque habían perdido temperatura al atravesar las cumbres de la Cordillera Occidental. Pero servían para calentar algo las frías lluvias de fin de año.
Las velas duraban a lo sumo una hora u hora y media, según el tamaño y el grosor, de modo que los más chicos empezábamos a las ocho y poco a recorrer las calles del pueblo cercanas a nuestras viviendas, y a recoger los regueros de parafina que iban quedando al apagarse las velas. Con los residuos hacíamos bolas cuyo tamaño, en cada cuadra, declaraba al ganador de la “recogida”. No había Premio. El Premio era ganar.
Los mayores, los que ya habían cumplido los quince años, también recogían los montoncitos dejados por las velas y los niños tratábamos de no cruzarnos con ellos. Pero los ya jóvenes tenían otros planes y no apenas hacer la bola más grande. Aprovechaban para hacer el paseo acompañados de las chicas que cortejaban, muchas veces tomados de la mano, máxima expresión de cariño permitida. Al terminar la recogida de parafina, los muchachos mayores regalaban la bola a la chica acompañante, la novia, decían, y marchaban al parque a dar las últimas vueltas del paseo nocturno tomados de la mano, aprovechando que el alcalde, a las nueve de la noche, ya había ordenado “prender la luz”. Y porque a las diez, todo el mundo a casa: las chicas no pueden estar en la calle “tan de noche”… 
Nunca vi, en mis años de niño, que alguna pareja se detuviera a besarse. Y nunca lo hice con la “novia” en los años de adolescencia pueblerina. Porque de los dieciocho a los veinte, cuando me fui del pueblo, ya era mayor y la recogida de parafina había pasado a otras manos. Teníamos otras ocupaciones… en la fuente de soda del Pueblo.
Tampoco supe nunca qué hacían las chicas con la bola de parafina.

Pero vuelvo a la costumbre mencionada al inicio, de la que de niños nunca supimos. Ocurría el Viernes Santo, después del mediodía, cuando a las tres de la tarde arrancaba la Procesión del Santo Sepulcro, que recorría las calles Residenciales del pueblo y terminaba a las siete de la noche, más o menos, de nuevo en la Iglesia para la liturgia de la crucifixión y el luto por la muerte del Redentor.
Los niños, hasta los quince años, acompañábamos obligadamente la procesión, de modo que la costumbre aquella siempre nos pasó inadvertida. Y cuando ya fuimos adolescentes y la conocimos, la cuestión se quedaba entre “mayores”, entre nosotros y algún que otro adulto amigo. No se habla con los niños “de esas cosas”. Ni de “esas”… 
En los pueblos de Colombia, no sé si aún, existen dos costumbres ineludibles: el Café es para los hombres pero lo atienden mujeres. Coperas, se les llama. No entran o no entraban, mujeres “decentes” a los cafés. Para eso estaban las Fuentes de Soda, sitas en la calle principal o en los lados de la plaza que no ocupaba la Iglesia. En mi pueblo se llamaba La Fuente. Nada más. Y en ella iniciábamos a los quince años, cuando empezábamos a “madurar”, el ritual de las cervezas de fin de semana. El Café, aún no. Eso era para mayores de dieciocho aunque, esporádicamente y solo para jugar billar, nos dejaban entrar desde los quince.
La otra costumbre, que creo se mantiene en los pueblos medianos y pequeños, es que las Damas de la Noche se ubican en una zona reservada y restringida en las afueras, no mucho, del pueblo. Se llama Zona de Tolerancia y ahí viven, y por las noches “trabajan”, las mujeres de Cuatro en Conducta, como se titula una novela de Jaime Sanín Echeverri, ya olvidada por lectores y críticos. Sobre todo por estos.
En mi pueblo había una cierta condescendencia con unas pocas de estas damas. A dos o tres, que tenían hijos en la escuela o en el colegio, se les permitía vivir en una zona neutral, entre el pueblo y la zona de tolerancia, en una calle poco frecuentada por la “gente decente” y mucho menos por niños o damas de “buen vivir”… que jamás pasaban por ahí. Pero el “trabajo” de las “otras” se realizaba dentro de su Zona de acción, nunca en sus casas. Ellas lo aceptaban así porque no querían que sus hijos vivieran y crecieran en la “zona del pecado”. Y en la casa tenían “compañero”. Marido que llaman…
De manera que algunos jóvenes del pueblo tuvimos de amigas a varias de las madres de las chicas que estudiaban en el Colegio o en el Liceo, y que gozaban de esas prerrogativas morales. Tema que no se tocaba en las charlas con sus hijas o hijos, por supuesto.
Recuerdo en mi pueblo dos damas de cuatro en conducta, madres de hijas conocidas del colegio, amigas. El hecho de ser compañeros de estudio de sus hijos, impedía cualquier trato de otra clase, de modo que sí, eran amigas. Y muy agradables y simpáticas. Una de ellas –Luzmila, ¿dónde estás?– era amiga también de mis padres y de mi abuela, aunque no se visitaban: charlaban, cuando pasaba por mi calle con su hija de la mano, en la vereda de la casa. Mi abuela le tenía pena y cariño.
La primera vez que observé la costumbre del cuento, recién había cumplido los quince años, o sea que acababa de dejar de ser niño para empezar a ser hombre. Tenía ya unos ocho meses de “hombre mayor”, el Viernes Santo de 1957, y me tomaba con los amigos las consabidas cervezas en la Fuente de Soda. Ya no asistía a la obligada procesión, una de las gracias de “ser mayor”, de modo que a las tres y media de la tarde ya estaba sobre una mesa de la Fuente la primera ronda de cervezas.
De  repente, hacia la esquina del Teatro y del Café la Cita, por la calle que iba a la Escuela de niñas y tres cuadras más arriba hacia la calle intermedia, “neutral”, con la Zona de Tolerancia, un desfile de mujeres vestidas de negro o de lila oscuro, iniciaba su peregrinar por el centro del parque, hacia la esquina de la Alcaldía. Debían de ser unas cincuenta, más o menos, encabezadas por Doña Rosa, la Madama Principal. Desde allí y hacia donde sale el sol, pasado el puente frente al antiguo colegio de mi segundo grado, la cuesta de La Cuchilla era todo un desafío hasta para los jeeps. Luego, un kilómetro más o menos por un camino de tierra por el que no pasaban usualmente vehículos, se llegaba al Cementerio local.
Allí terminaba el desfile de las Damas de Cuatro en Conducta que habitaban y trabajaban en la Zona de Tolerancia. Todas eran católicas, todas eran devotas de alguna virgen, casi todas tenían en sus cuartos al menos una imagen de su virgen o del Corazón de Jesús. En una Colombia conservadora y católica, mi pueblo era dos veces conservador y católico. Y, por lo tanto, las Damas de cuatro en conducta y los liberales, no podían asistir a misa en la Iglesia. Los liberales, tan católicos como los conservadores pero algo anticlericales, escuchaban la misa desde el Atrio… Pero ellas llevaban dentro, no solo la acendrada creencia en su fe, sino el estigma de su profesión. Algunas aprovechaban cuando salían del pueblo a la ciudad vecina, donde eran desconocidas, para ir a misa y, a lo mejor, para confesarse y comulgar.
Pero en el pueblo les estaba vedado el ejercicio de su fe, por ser mujeres de “mala vida”. Conscientes de ello y de su “pecaminoso trabajo”, solo el viernes Santo, a las tres de la tarde, hora en que se supone que Cristo fue colgado en la cruz, las Damas de la Noche de mi pueblo iniciaban su humillante romería de contrición y arrepentimiento, aunque no de propósito de la enmienda, por todo el centro del pueblo, como expiación de sus pecados. Ida al Cementerio donde seguramente rezaban algunas oraciones o el Rosario, y vuelta por el mismo viacrucis hacia sus moradas de siempre. Y hacia su Trabajo de Damas de la Noche. Que habían suspendido desde el Jueves Santo y reiniciaban apenas, muy consecuentes, el sábado de Resurrección… 
Recuerdo bien que en los dos viajes, ida y vuelta del cementerio, ninguno de los contertulios de la Fuente se permitía un comentario ácido ni jocoso. Todos asistíamos de lejos y sin pretender acercarnos, al desfile de las enlutadas Damas de Cuatro en conducta. Creo que les teníamos respeto… El respeto que, en otros días del año, el mundo les negaba.
Y les niega.

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