UN DESCUIDO FAMILIAR… UN ALJIBE Y UNA VIRGEN… 

No juraría si el hecho, en su azaroso dramatismo, se grabara en mi memoria como remoto pero indeleble recuerdo, o si su repetición familiar en los años sucesivos lo instalara en ella como tal. Lo cierto es que la nítida imagen ulterior no obedece apenas a la tradición familiar ni a los fugaces relámpagos de la memoria remota: está allí desde siempre. 

Me veo subiendo a gatas una larga escalera al final de la cual está la madre, menos con los brazos abiertos que con el gesto hosco dibujado por el susto, mientras mi parla de medialengua repite la pegajosa sílaba devota: ía, ía, ía… Otros elementos del relato los agregaron protagonistas y testigos o, ficcionales y aleatorios, los ha construido la memoria a lo largo de los años. El lector sabrá discernirlos. En todo caso, poco faltó para que aprendiera a bucear antes que a caminar. Pues caminé tarde y hablé tarde, quizá para tomar inicial impulso a mi destino de lenguaraz impenitente, y al hábito caminador que todavía me lleva por montañas, páramos y chaquiñanes. 

Mientras tanto, gateaba con impunidad por corredores, habitaciones, despensas, áticos y rincones –dato posterior de mi tía Alicia, encargada de vigilar mis andanzas, si se puede llamar tales a la apresurada marcha en cuatro patas por donde cupiera mi menuda presencia. Pero la mayor atracción estaba prohibida por el ademán ríspido de la madre: un dedo que señalaba imperioso el acceso cerrado, y una boca que se abría autoritaria con un NO que se metía en mis oídos con fragor de tormenta: era una larga escalera de tablones sin cepillar, que desembocaba en el patio de la casa de dos pisos, esquina de la plaza principal y en la calle que, hacia la escuela y el colegio, caminaría años después, de ida y regreso, cuatro veces al día. 

La vasta superficie del patio ofrecía tentaciones inevitables: tierra apisonada y barrida con esmero por la abuela día tras día con escoba de iraca, escenario para el trasegar del perro, gallinas, pollos y gallo cantarín; unas cuantas piedras del río cercano, ubicadas con prolijo buen gusto por la abuela con ayuda de los nietos fortachones, y árboles: dos nísperos, un aguacate, un zapote y un mango a cuyos pies picoteaban las aves de corral, y otras volátiles procedentes de más allá de la vista. Árboles a los que ya anhelaba treparme… 

Debajo del corredor de mampostería, el cuarto de herramientas del padre carpintero, dos habitaciones más que fungían de apretada bodega, una casucha aparte con inodoro de hoyo de un lado y, del otro, frente al sol mañanero que en algo ayudaba para amenguar el frío, guadua partida a la mitad por donde se escurría, desde un tanque alto, el agua de lluvia para la mañanera ducha familiar. La abuela se bañaba tarde, cuando el sol hubiera calentado el agua de un par de ollas grandes que abrían su redondez líquida al sol de plomo del medio día. Las podía calentar en el fogón de leña pero ella aseguraba que el sol tenía ciertas “energías”. Así debía de ser porque era incansable… 

 Más lejos, en dirección al río que intuía cercano y atrayente –nacer a la orilla de uno me había dotado de una conexión no menos grata que incomprensible: la madre me alimentaba sentada en una silla del corredor delantero, y el agua cantaba a pocos pasos por entre las piedras, con arrullo líquido–, empezaba el declive del cafetal y un camino sinuoso y estrecho hacia la corriente tranquila que formaba un estanque natural, camino obstruido por talanquera de piedra, alambrada de púas, puerta infranqueable; en fin: el interesante y provocativo mundo exterior. Del que ya me ocuparía en otros espacios y momentos. Y, en medio patio, otra tentación: el aljibe. Con agua, ese recuerdo… 

 La Tía Alicia y las primas mayores, solían retirar varias veces al día la compuerta de madera del aljibe, arrastrándola hacia un lado, y descolgar hacia el hoyo, que intuía profundo, un balde de hojalata, izarlo con malacate y cuerda de esparto, y agenciarle a la madre el agua para el desayuno tempranero –chocolate hirviente con arepa de choclo o de maíz “trillao”, “calentao” con las sobras de la cena de la noche anterior, queso casero y mantequilla para untarle al plátano “asao”–; para el almuerzo abundoso y urgente; para la cena exigua, lenta y conversada del inicio de la noche. 

Era una familia campesina recién llegada al pueblo, en camino a las alturas de El Tabor. La casa de dos pisos en el marco de la plaza, era apenas prestada estación de paso hacia las tierras cafetaleras de media montaña, y a la finca de 80 plazas recién adquirida por el abuelo con los ahorros de media vida de trabajo, y que se identificaba simplemente con el remoquete de Tierra Fría: casa con techumbre en teja de barro cocido y cuatro aguas, ordeñadero, mediagua para la despulpadora de café, secadero con techo de zinc y camillas corredizas y, en descenso hacia el río reiterativo, cafetal de arbustos arábigos sombreados de frutales. Pero ese es otro y posterior recuerdo que algún día, tal vez, logre enhebrar. 

 El azar, que se sirve de cualquier pretexto para construir el destino, había organizado las cosas de tal manera que esa mañana la Tía Alicia y las primas, acudieran al aljibe en busca del agua para el desayuno. Como todas las mañanas. Pero ese día, algo reclamaba su atención en la calle frente a la casa, y la orden de la madre exigiendo el agua sólo había conseguido un breve paréntesis a su curiosidad. Así que abrieron la portezuela de acceso al patio, bajaron corriendo la escalera en busca del agua, subieron presurosas a entregar el solicitado líquido, y olvidaron cerrar la puerta de acceso al patio, esa tentación… Yo debía de andar enredado por entre las patas de los muebles del corredor persiguiendo alguna araña o bicho semejante, cuando advertí el descuido. Allí estaban la puerta abierta, la escalera inédita, el patio invitador, el aljibe misterioso. Y ni señas de la madre autoritaria, entregada a los menesteres mañaneros. 

Así que, sigilosamente, debí de haber iniciado la aventura, quien sabe de que torpe manera porque ese camino de gradas de madera trajinada me era extraño. Al llegar al patio, el gateo eludió gallinas y pollos y me encaminó al aljibe que, otra jugarreta del azar, lucía descubierto. La curiosidad de tía y primas por lo que acontecía en la calle, había hecho bien su trabajo. 

 Pero algo inquietaba a la madre en la cocina mientras batía el chocolate. Y su grito acucioso horadó el aire mañanero, salió por la puerta, atravesó el comedor, penetró en las estancias vacías, invadió la sala y resonó en la ventana abierta, al despistado oído de tía y primas: “¡El niño! ¿Cerraron la puerta?”. Mientras la tía Carmen, que poco me quería por oscurito, debió rezongar: “Ya debe de estar en el patio. Ese muchacho es un demonio”. 

 El grito de la tía Alicia en lo alto de la escalera y su atropellado descenso de tres en tres escalones, quizá me retardó un poco, casi al borde promisorio del aljibe, intuyendo el espejo de agua que redondeaba el cielo sin nubes. Mi Tía logró agarrarme del precario calzón cuando ya me inclinaba hacia el atrayente abismo líquido, y me aventó hacia el patio por donde rodé en medio de pollos y gallinas. No diría que disgustado o adolorido, aunque algo debí percibir sobre el peligro porque me vino a la mente el ritornelo de las avemarías del rosario diario y vespertino, que entonaban primas y tía con cadencia sugestiva y, se me antoja, algo burlona. Y subí las escaleras de una en una y en cuatro patas mientras repetía sin pausa: ía, ía, ía… 

Esa imagen visita mis recuerdos desde siempre. La tía y las primas, cabizbajas y esperando el regaño; la madre, pálida y sin atreverse a decidir si el cariño era mayor que las furias; la abuela, compungida y expectante; la tía Carmen, ya convencida de que su último sobrino era un demonio, completaban el cuadro. Que descompuso la madre decidiéndose por la ternura, tomándome en brazos y asegurando: – A este muchacho me lo acaba de salvar La Virgen… 

 Mi Tía Alicia contaba entonces unos ocho años y conservaba intacta la inocencia que entregaría poco después a un mozo guapetón y dicharachero que aparecería por la finca con aires de Casanova, y la dejaría a los quince con un hijo, un recuerdo dulce y un argumento invencible: – No soy hombre de hogar. 

 Debo, pues, reconocer, que la madre estaba en lo cierto: me salvó una virgen…

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