El escolar-cronista y su primer crimen


No, no fue el cronista el asesino. Tampoco el muerto, valga la aclaración. Pero sí testigo. Asustado testigo. Y el hecho, no menos real que sus eventuales protagonistas, no merece en su azarosa contingencia el oprobio del olvido. 

El pueblo transitaba entonces un camino de violencia cuyos inicios se situaban meses atrás, en la muerte de un famoso político asesinado en la remota Bogotá por un hombre fanático y resentido, de quien jamás se supo si procedía por cuenta propia o instigado por intereses incómodos con la ideología del caudillo: masacrado por la multitud enfurecida, vaya uno a saber si también inducida por quienes quisieron silenciarlo, se llevó a la tumba el secreto de su crimen. 

 No serían más allá de las dos de la madrugada de un día precedido por una noche de sobresaltos y avemarías. La abuela y la madre habían encabezado el rosario a poco de morir el sol, y, terminada la ceremonia que involucraba al abuelo reticente, al padre indiferente y al distraído escolar, por entonces de ocho años mal contados, un último café humeante para los mayores y una taza de aguapanela caliente con arepa y queso migado para el párvulo, dejaban un medido espacio, que luego desembocaría en el sueño, para los postreros ajetreos de unos y los deberes escolares del otro. 

 Sin embargo, lejanos truenos sin lluvia ni tormenta presagiaban una noche como otras en los meses precedentes: más muertos traídos de las veredas a lomo de mula o descubiertos ya enteleridos en algún callejón oscuro del poblado, víctimas de una política de terror que poco a poco empezaba a desalojar las montañas, fértiles y cuajadas de cafetales, y las mejores casas del pueblo, en beneficio de unos cuantos capitostes que iban ampliando, en la misma medida, sus feudos rurales y urbanos a precio de huevo. O de familia asustada, para ser precisos. 

 Terciaba la noche y la fatiga vencía los ojos cansados de la familia. Los sonidos agoreros enmudecían en un letargo de zozobra, cada vez más distantes, todavía ominosos. Afuera, en la calle, los últimos transeúntes apresuraban el paso hacia sus hogares, temerosos de no alcanzar a escuchar el sonido de la muerte: dicen que quien muere de un tiro, no oye el sonido del disparo que lo mata. El silencio invadía la casa. Hasta el perro amarrado al durazno al lado del lavadero, acallaba sus gruñidos mientras la luna se escondía detrás de una nube obscura, más negra que la noche, para no contemplar el tinglado trágico levantado en el pueblo por la ferocidad de los hombres. La medianoche había traspasado hacía mucho la tiniebla. Y, de repente, el sonido cercano, restallante, brutal. El cronista memora escenario y momento. 

La casa, de dos plantas, cimientos de piedra, paredes de bahareque y techo a dos aguas con teja de barro, albergaba vivienda en la parte superior y taller de carpintería en la planta baja. Daba a los últimos tramos de la calle principal, por donde se dispersaban las viviendas del barrio “Hoyo Frío”, residencia de campesinos emigrados desde horizontes de violencia, artesanos de palustre y garlopa, comerciantes minoristas y familias venidas a menos que conservaban, con cierta intransigencia moral, los viejos valores de sus remotos antepasados antioqueños. Hacia el interior, el corredor de mampostería cundido de siemprevivas, buganvillas y madreselvas, limitaba la construcción y preludiaba el solar sembrado de cafetos en flor y árboles repletos de sabrosuras colgantes. La vivienda era una de las varias que el espíritu emprendedor y trashumante del abuelo había comprado o permutado en diferentes pueblos, o construido con la ayuda de su primer yerno, el favorito por trabajador y recursivo pero, sobre todo, por tolerante con el carácter atrabiliario y mandón y el genio ríspido de su primera hija. Mi madre. El cuarto del escolar quedaba al frente, al lado de la sala. La madre había decidido que nada mejor para despertar temprano a un muchacho dormilón, que un rayo de sol directo sobre su cama. Por eso tampoco la ventana tenía cortinas, que sí, en cambio, apenumbraban la salita precaria. El escolar no aceptaba de muy buena gana el maternal sistema de levantarse al baño con agua fría y a la escuela, pero con la madre estricta y adusta no cabían reclamos. Lo más que pudo hacer fue arrinconar la cama contra la pared, para que el amarillo entrometido no diera de lleno en los ojos. La madre aceptó el cambio, más indiferente que solícita, para no escatimarle al hijo único un pequeño gusto de vez en cuando. Y dormir un poco más en las mañanas era el del escolar, siguió siendo el del cronista, ya no el del viejo memorioso. 

 El disparo cercano alarmó a los durmientes. El escolar se sentó en la cama, aturdido y asustado. Demasiado cerca el trueno sin lluvia. Demasiado. De pronto, voces lejanas, gritos más bien, terminaron de sobresaltarlo por su tono áspero, perentorio: “¡allá va!, por la casa de los Cardona”. La casa de los Cardona, casi frente a la de los abuelos pero de una planta y bajo el nivel de la calle, exhibía un saledizo de teja por cuya pendiente acanalada se descolgaba, rumorosa, la lluvia, en las tardes de invierno. Una ventana grande, de madera, con celosía y alas batientes que se abrían hospitalarias hacia adentro, ofrecía alféizar propicio a la altura de los codos. Allí el escolar se arrimaba de vez en cuando a conversar con la menor de las Cardona, mayor que él un par de años, flaca, pecosa y linda si el recuerdo no miente. Que no miente. La vereda de tierra apisonada por años de trajín, concluía en un bordillo de piedras redondeadas, extraídas del río que atravesaba el poblado no lejos de allí. 

 “¡Allá va!, que no se escape el hijueputa”, gritó de nuevo la voz desde las negruras de la noche. Parado en la ventana del cuarto, el escolar trataba de horadar, curioso y tembleque, la tiniebla, con ojos espantados. Al lado, en la sala y en idénticas circunstancias, padre, madre y abuelos observaban la espesa oscuridad, más acongojados y tristes que asustados. De pronto, una sombra se deslizó frente a la casa de los Cardona, casi pegada a la pared de blancura anochecida, y avanzó tratando de ganar la siguiente vereda por un terraplén que desnivelaba la calle y elevaba la casa de los Marín un metro por encima de sus vecinos. Arriba, en el cielo indiferente, jirones de nubes dejaban ver unas pocas estrellas solitarias. El somero resplandor de la luna, tamizado por las nubes, no alcanzaba para distinguir la faz del hombre que escapaba. 

 El escolar no pudo más con la soledad aciaga de su cuarto. Abrió la puerta apenas entornada y penetró en la sala. La madre inició un gesto de rechazo pero ya él se guarecía bajo el abrazo cómplice de la abuela. Desde allí, oliendo tembloroso el camisón de la matriarca, lavado mil veces con jabón de yerbas, sebos y lejías, concentró su mirada, a través de la escueta juntura de las cortinas, en la vereda del frente por donde el fugitivo había escalado el terraplén y corría por la vereda de la casa de los Marín. De repente, el cielo abrió un hueco entre los retazos de nubes, y la media luna cayó sobre la pared blanca de la casa, recortando contra su fachada la oscura silueta del hombre. 

 Un grito: “¡ahí está!”, y el sonido torvo del disparo, hirieron la noche. El hombre que corría pareció dar un salto como si hubiera recibido un empujón del destino, se elevó a la altura de la ventana, y cayó de bruces dos metros adelante, despatarrado. Apenas movió las piernas como si las acomodara mejor para dormir, y se aquietó. Dos sombras más irrumpieron después contra la blancura de la pared. Una de ellas dirigió el arma hacia el caído y otro sonido de trueno sin lluvia repercutió en la noche. El bulto en el suelo se estremeció levemente, y de nuevo se aquietó, del todo esta vez. Los dos hombres se perdieron calle arriba sin mirar a ningún lado. Los testigos, de haberlos, no agregaban nada al suceso. 

La abuela apretó al niño contra el camisón y su cadera, y lo llevó a la cama con un gesto de silencio. “Era don Manuel, el colchonero”, se escuchó decir al padre, que no dijo quienes eran los otros. El cronista recuerda vagamente al artesano. El escolar nunca había visto morir a nadie. Y menos de esa manera. En los años siguientes vería otros crímenes a lo largo de un periplo de exilios por los azarosos pueblos de un país atenazado por la violencia, en el que todavía la muerte dibuja con lápices de sangre oscuros mapas de espanto. Pero de ellos no guardó sino el difuso recuerdo que enmarca la indiferencia ante lo inevitable. Sin embargo, en la cabeza del cronista todavía resuena el trueno de verano, y en sus ojos se refleja, de vez en cuando, una sombra cuyo salto trágico se perfila contra una pared de bahareque, blanca, iluminada por la luna. 

 Sí, ese fue el primer crimen del escolar; el más lejano recuerdo de muerte del cronista.

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