La Tragedia, siempre al acecho…

El Mundial de Fútbol Brasil/50 pudo tener otro final y pudo tener otros protagonistas. Y el equipo que hubiese motivado ese cambio, era Italia. A lo largo de los años cuarenta, el mundo se masacraba en una guerra de locura de la mano del mayor monstruo en la historia de la humanidad, Adolfo Hitler, y el Calcio italiano seguía en los estadios de la “Italia azul y miel” con un Rey indiscutido: Il Grande Torino. 

En esos momentos, el mejor Club de Europa. Cinco campeonatos al hilo constataban la superioridad de un equipo que se atrevía a jugar con dos defensas y cinco delanteros netos. Lo suyo era ganar. Tanto que en la temporada 1948/49, previa al Mundial, llegó a 93 partidos invicto, con 123 goles a favor, una victoria 10 x 0 frente al Milan, y 16 puntos de ventaja sobre el segundo. Y un jugador estrella: Valentino Mazzola. Mazzola, Capitán del cuadro turinés, era uno de los 10 jugadores del Torino que integraban una Selección italiana que ya pensaba, con optimismo no infundado, en su Tercera Jules Rimet en el Maracaná de Río de Janeiro, un año más tarde. 

 La fama del Torino y su juego extraordinario, habían motivado al Benfica de Portugal para invitarlo a jugar un partido de homenaje a uno de sus más grandes jugadores, José Ferreira, Capitán de la escuadra lisboeta. Mazzola, algo lesionado en una rodilla pero no impedido, pidió jugar el partido de homenaje a su amigo. No viajaron el Presidente Ferruccio Novo, enfermo, ni un jovenzuelo que aspiraba a ser de la plantilla del Torino pero había fracasado en dos intentos: Ladislao Kubala. El 4 de mayo, finalizado el partido que ganaron 3 x 1, el Torino se embarca en viaje de regreso, escala en Barcelona, con su plantilla de jugadores, dirigentes y entrenadores, tres de los mejores periodistas deportivos italianos y la tripulación del Fiat G212CP de la Avio Linea Italiane. 

 Al llegar a Turín a las 17:05 de una tarde cerrada por la niebla, la Muralla exterior de la Basílica de Superga, construida en las afueras de la ciudad en el Siglo XVIII por orden de Víctor Amadeo II de Saboya, en lo alto de la colina homónima, se alzó de pronto entre la niebla y le cerró el paso al avión y al posible Campeonato Mundial para Italia. Y a Valentino Mazzola su posibilidad de jugar por primera vez un Mundial de Fútbol, a los 31 años y seis meses de edad. Perecieron los 31 ocupantes, entre ellos los 18 jugadores del Torino, diez de los cuales eran base de la selección de Italia. 

 Valentino Mazzola pudo ser el gran jugador de ese Mundial. Pero el destino quiso que el honor le correspondiera a otro Gran Capitán, el uruguayo Obdulio “El Negro” Varela, artífice de la gesta del Maracaná… La muerte viaja en avión… 

No se detuvo en Turín el hado nefasto que acechaba al fútbol en la mitad del Siglo XX. Voló eligiendo nuevas víctimas, y las encontró un poco más al norte, en Munich, el 6 de febrero de 1958. La selección inglesa que se preparaba para el Mundial de 1958 en Suecia, tenía, como Italia 8 años atrás, razones suficientes para ser candidata firme a la Copa Jules Rimet. La base de esa selección, bajo la batuta de Bobby Charlton, eran los llamados Busby Babes del Manchester United, que ya disputaban al Real Madrid de Alfredo Distéfano la supremacía europea. 

No pudieron en la semifinal de la Copa Europa de 1957, pero, aunque perdieron con los Merengues 3 x 1, dejaron claro que sus pretensiones iban más allá. Charlton y sus pupilos Robert Byrne, Duncan Edwards, Mark Jones, David Pegg, Tommy Taylor, Liam Whelan, Eddie Colman y Geoff Bent, apenas en la veintena, eran una seria amenaza para el grande aunque ya trajinado Real Madrid. Pero no contaban con la huéspeda… 

 Con apenas 21 años, Duncan Edwards era a la sazón el jugador que más joven había llegado a Primera División en la historia del fútbol. Nacido en 1936, a los 15 años el entrenador del Manchester United, Bert Whalley, amigo de su padre, lo visitó en su cumpleaños y le ofreció el primer contrato de su vida profesional con el equipo de los Diablos Rojos. Y allí debutó a los 16, antes que ningún otro en Primera División. Se perfilaba para ser, en 1958 en Suecia y con escasos 22 años, titular indiscutible en la escuadra inglesa, al lado de su amigo Charlton y los pibes que ya reventaban redes en el campeonato inglés. 

 Como juego de preparación para el Mundial de ese año, no la tendrían fácil con el Real Madrid en la Copa Europa, al que enfrentarían luego de vencer 2 x 1 al Estrella Roja de Belgrado en el partido inicial, y empatar a 3 en el de ida en la capital Yugoeslava. Pero se preparaban para ello: sería el desquite de la derrota en el Bernabeu el año anterior. Y con ese ánimo, se embarcaron en Belgrado para regresar a casa, con escala en Munich. Ya Duncan Edwards había motivado en el legendario Bobby Charlton un concepto que expresaría luego: “He visto cómo muchos de los jugadores de su época han sido etiquetados como los mejores del mundo -Puskas, Di Stéfano, Gento, Didí, John Charles y el resto-, pero ninguno de ellos ha sido tan bueno como Duncan. No había ningún jugador en el mundo como él entonces, y no ha habido nadie igual a él desde entonces. Era incomparable”. 

 El avión enfiló hacia la pista del aeródromo de Munich, donde repostaron para reiniciar el vuelo a Londres. El piloto del Airspeed Ambassador intentó despegar un par de veces, pero el viento fuerte y la visibilidad escasa en medio de una feroz tormenta de nieve, lo impidieron. De vuelta a la Terminal, Duncan pensó que desistían del viaje de retorno y le envió un telegrama a su Casera en Londres, la señora Norman: “Todos los vuelos cancelados. Volamos mañana. Duncan”. 

Pero el piloto decidió un tercer intento, se elevó algunos metros… y una ráfaga violenta lo aventó contra una casa deshabitada al lado de la pista. Veintiún pasajeros fallecieron al instante, entre ellos 7 jugadores del Manchester. Sobrevivieron Bobby Charlton, Capitán del equipo, el entrenador Matt Busby, el portero Harry Gregg… y Duncan Edwards. Pero los golpes le habían afectado gravemente varios órganos, y le destrozaron un riñón remplazado en un trasplante de urgencia. Su cuerpo lo rechazó y murió tras varios días de agonía. 

Era el 21 de febrero de 1958, y con Duncan Edwards murió el que pudo ser en Suecia 58 (con el argentino Omar Enrique Sivori, víctima ya no de la Parca sino de la codicia y la ceguera dirigencial), el único que hubiera disputado el trono que Estocolmo preparaba a quien sería en los 20 años siguientes, el mejor del mundo: El Destino, de nuevo, eligió: sería Pelé.

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