Esos con la mano en la Pena…

Son gentes curiosas. Viven aislados del mundanal ruido, meditabundos, como esperando algo del más allá. Y lo grave es que cada vez son más abundantes. 

Uno se los encuentra detenidos en la vereda con la mano en la pena, ensimismados en el asiento trasero de un taxi, bisbiseando en el teatro, arrinconados tras la puerta en un bar, caminando presurosos hacia el baño en los restaurantes, conduciendo el auto con una mano, y –supongo– hasta en la iglesia murmurando, no precisamente oraciones, detrás del confesionario o la pila bautismal. 

Se los distingue por el atuendo, aunque mucho me temo que cuando el virus –porque es un virus– se extienda, no se los podrá diferenciar de otros subgéneros de la especie humana. Por ahora, ellos llevan terno bien cortado, camisa de seda, corbata Sulka, zapatos Florsheim o sus equivalentes, y barriga incipiente como corresponde a la prosperidad de sueldo en dólares. Ellas, reloj Gucci, vestido sastre, aroma a Ferrè o Givenchi, y no más de cincuenta kilos duramente mantenidos a base de dietas y aeróbicos. En todo caso, trapos y accesorios comprados en Saville Row de Londres, el Corte Inglés de Madrid o algún lugarejo similar en Miami. Ni de riesgos en El Bosque o Quicentro. No sería in. 

Por supuesto, pululan en directorios, juntas de negocios, reuniones de club o consejos editoriales. Aunque en estos, todavía un tanto democráticos por razones seudointelectuales, deban alternar con fulanos de bluyin y camiseta que todavía no acceden –razones pecuniarias de por medio– a tan selectiva élite. Siempre tienen un oído en lo que se dice, murmura, resuelve o discute, y el otro en alguna parte del éter, pendientes de quien sabe qué señal inaudible que sólo a ellos les resulta perceptible. A veces pienso que están emparentados con la raza de los cánidos por aquello del oído subsónico, y no lo dudo cuando les miro las orejas y los ojos: tienen un no se qué de lobo, inocultable. Ha de ser porque viven a la caza. 

Por supuesto, mientras el asunto no se generalice y, por lo tanto, deje de ser notorio, son decididamente molestos, inoportunos y llenos de un insufrible aire de superioridad. Es que todavía son relativamente pocos, o sea, casi exclusivos, ¿ves? Y debido a esas características, se atraviesan muy a menudo y en los peores momentos. Por ejemplo, cuando uno está en el restaurante, justo en la mesa más discreta y penumbrosa, a punto de obtener el sí, pedir la cuenta y marchar hacia la feliz culminación de un idilio trabajado tres meses, ¡pum¡: aparece al lado y aprovechando la penumbra, un tipo elegante que agacha la cabeza y murmura cosas inaudibles mientras se rasca la oreja. Ya uno está a punto de entrarle a los quiños por indiscreto cuando descubre que, sí, es uno de esos. Claro, el romance está roto, el clima erótico se ha congelado, la dama desvía el rostro… y empiezan otros tres meses de bares y restaurantes caros. 

En otros momentos, en el cine digamos, cuando en la pantalla aparece la protagonista, toda dulce, ingenua y desprevenida caminado por el pasillo hacia el dormitorio que tiene la puerta entreabierta, ¡tras!: el vecino de asiento se levanta como impulsado por un resorte, pide permiso entrecortadamente y sale a tropezones pisando los pies de todos los de la fila -porque siempre está en el medio, nunca en la orilla. Uno mira aterrorizado al techo pensando que hay un terremoto, o las cortinas temiendo un incendio, pero nada. Y cuando vuelve a la pantalla, la chica yace en el suelo con 18 puñaladas y entre un reguero de sangre mientras, en la ventana de par en par, se mueve la cortina a impulsos del viento: la acaba de asesinar el tipo que estaba tras la puerta y no nos dimos cuenta. 

En ocasiones es, justamente, el ejecutivo con quien hablamos y está a punto de firmar el pagaré con cuyo producto saldremos del sinfín de deudas dispersas a interés de usura, y nos alcanzará para el tan anhelado videolaser. De repente, ¡zaz!: el tipo pide disculpas, se vira hacia la ventana, esgrime una posición de indiferencia absoluta para con nuestra suerte y, al cabo de tres minutos, regresa diciéndonos que la recesión es terrible, que el banco está desencajado -uno empieza a estarlo mucho más-, que la cartera vencida ha aumentado 3 puntos, que la liquidez ha bajado preocupantemente -uno siente que la liquidez también le baja pero por la entrepierna-, y que por lo tanto el banco acaba de cerrar los créditos y, claro, él lo siente mucho. 

Posiblemente las estadísticas concuerden en que el mayor índice de asesinatos de ejecutivos, se produce en los cinco minutos siguientes a la visita de un cliente que necesita un préstamo. 

En todo caso, estamos ante un fenómeno de veras aterrador. No sé qué será de los seres humanos comunes y corrientes durante los próximos años, si este virus devastador no desaparece o, al menos, no nos infecta a todos para que pase a ser normal. Que parece ser lo que está ocurriendo ante nuestras narices: ya no hay manera de runirse  con los amigos para hablar de las gambetas de Messi en el Barsa o de los goles de Cristiano en le Juve; de las cagadas de lenín moreno el mini presidentico títere del país; de la soberbia clasista del politicastro que quiere enviar a todos los indios al  páramo para que no ensucien las veredas decentes del Malecón 2000; y, menos aún, pretender llegar a algo con la dama de los sueños mientras se toman juntos un café en Juan Valdez, porque todos ellos –¡y ella!– están enfrascados mirándose las manos y el artilugio que por primera vez en la hisitoria de la humanidad, la tiene a ella –a la humanidad– pendiente de las nubes disque "comunicándose", o
tomándose selfies para eternizar la intrascendencia, mientras la Vida les pasa por un lado y ni cuenta se dan. Es la época mas incomunicativa que el bípedo implume haya conocido.
 
Por lo pronto, a mí personalmente, el omnisciente y entrometido teléfono celular me tiene hasta las marimbas timbas.

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