UNA TARDE, UN TRONCO, UNA PLAYA DESIERTA…

Ninguno lo previó y mucho menos lo calculó. Pero el tronco estaba allí, sobre las arenas grises, como los restos de un naufragio. Pero no lo era; sí, un viejo y robusto tronco de ramas gruesas deshojadas por el tiempo y los vientos, traído a la orilla por las corrientes, llevado hasta el mar por alguno de los ríos que traían al mar el mensaje de la Sierra. Ni siquiera lo habían visto antes pues el sector norte de la Playa de Tonsupa, al norte de la casa-restaurante de don Evérgito, donde se comía el mejor ceviche de camarones de la zona, les era desconocido. 
            Pero esa tarde, al anochecer, decidieron caminar antes de la cena hacia la punta de tierra que se adentraba en el mar como una pequeña península, para ver “qué había por allí”, aparte del pequeño aeropuerto privado, metros adelante del restaurante, y que pertenecía a un alto dirigente deportivo. 
            “Debe de ser que el deporte produce mucha plata”, dijo ella como al desgaire. A lo que él contesto, “si es fútbol, tennis y Fórmula Uno, claro que sí. Los demás solo dan medallas durables y alegrías efímeras”. 
            Empezaron a caminar hacia la punta rocosa que se divisaba a la distancia, mientras los últimos rayos del sol vespertino dibujaban una cinta plateada sobre la superficie quieta de las aguas, desde el horizonte hasta la orilla, perdiéndose entre la espuma que arrimaba encrespada hasta sus pies… 
            ¿Ese reflejo vendrá desde el Japón?, preguntó ella distraída y sonriente pero consciente del absurdo de su frase. 
            No creo, dijo él; tal vez viene desde Malasia que queda justo al frente nuestro por la línea ecuatorial, respondió en uno de sus comentarios a los que ella burlonamente llamaba “Mis clases de Incultura”. Ambos se divertían con estos pequeños coloquios seudo culturales y seudo críticos. Eran parte de su juguetona manera de amarse. 
            Siguieron caminado lentos, tomados de la cintura, mientras la tarde se iba oscureciendo y el medio círculo rojizo de sol se hundía entre las aguas y la penumbra. 
            Como caminaban mirando al piso en busca de caracolas, conchas y piedras pulidas por el ir y venir de la corriente, no vieron el tronco hasta cuando casi se topan con una de sus ramas, levantada hacia el cielo como indicando la constelación de Orión, ya visible aunque difusa por la semi penumbra que no terminaba de ser oscuridad. Se detuvieron a observarla. Las tres estrellas del Cinturón de Orion eran para ella lo que en su familia religiosa llamaban "Las Tres Marias”. Para él, ateo irremisible y aficionado a la investigación y a las lecturas científicas, eran, claro, Alnitak, Alnilam y Mintaka, nombres procedentes de la cultura árabe. Pero esta vez ni siquiera intercambiaron los nombres que en otras ocasiones le habían dado a ella el pretexto para mencionar sus “Clases de incultura”. Solo sonrieron recordando el tema: ya sabían lo que se dirían uno al otro… 
            Pero el tronco y sus retorcidas y desnudas ramas, los detuvo y los tentó. La playa al norte y al sur, se percibía desierta. Detrás y en tierra, el aeropuerto privado lucía desolado, casi abandonado. La avioneta del dueño solo llegaba y partía una vez al mes… 
            Algunos besos en el recorrido desde el refugio turístico en donde ocupaban una cabaña con la hija mayor de él y su pequeña hijita, los habían empezado a excitar. Se amaban y se deseaban. Y no tenían reserva alguna para demostrárselo en cuanta ocasión se presentara propicia. De modo que el gesto de quitarse la escasa ropa que llevaban puesta, por si acaso se les antojaba echarse al mar un rato, fue tan simultáneo como presuroso. La ropa quedó sobre la arena, al lado del viejo tronco cómplice, excepto la camiseta larga que él llevaba sobre su pantalón de baño, y que colgó de una rama alta para “que se seque”. 
            El resto fue anudarse ambos en una trabazón de cuerpos liberados de telas y reservas, mientras intercambiaban abrazos y caricias, besos al azar sobre la piel desnuda buscando resquicios, oquedades, colinas, valles y protuberancias cada una más deliciosa y sensible que la anterior… Un par de voces no muy lejos de allí, los obligaron a refugiarse al abrigo del tronco, bajo un par de ramas que les brindaron precaria protección… Las voces callaron un instante pero reanudaron discretas la parla, ignorando a los amantes, y se alejaron algo más de prisa de como habían llegado. A lo mejor, acostumbrados a los ajetreos semi nocturnos de los amantes de verano en la playa vacía, no quisieron importunar…. 
            Oír alejarse los pasos y reanudar besos y caricias perentorias, fue todo uno. Ni siquiera se percataron de que el agua de la marea, que subía desde hacia varios minutos, ya casi les cubría medio cuerpo. Aletargados por un orgasmo largo y compartido, se miraron uno al otro, satisfechos y felices. De repente, ella pareció despertar del letargo y reaccionó divertida pero algo asustada: “La ropa”, casi gritó. 
            Se levantaron a buscar las prendas donde las habían dejado a cubierto del tronco, pero la realidad los hizo reír: nada de ropa. Se la había llevado la marea en sus ires y venires. Miraron hacia el mar, ya oscurecido por la noche temprana, pero no había huella de la ya de por si escasa vestimenta, Solo la camiseta blanca de él, se movía colgada de la rama alta del tronco, al vaivén de la brisa nocturna. 
            Nada que hacer. Con respetuoso cariño, él le cedió la camiseta, cuya talla larga le alcanzaba a cubrir hasta la mitad de la cadera. Se miraron tan dudosos como divertidos, pero ni modo. Había qué regresar. 
            El portón de la Hostería ya estaba cerrado con candado, por asuntos de seguridad. Y ni modo de llamar a gritos a la hija y alertar a los demás huéspedes, en el estado de desnudez en que se hallaban. No podían mirarse sin reír, así que optaron por no hacerlo. Ágil trepador de árboles desde niño, él se encaramó por el portón metálico, le dio la mano a ella para ayudarla a subir, y, a horcajadas sobre el pretil, saltaron al piso al otro lado de la puerta. Salvados de miradas, al menos de la gente que pasara por la calle. Pero quedaba la última etapa: llegar a la cabaña. 
            Eludiendo las puertas delanteras de las casas, se acercaron a la suya por detrás de las 4 que la precedían, tocaron la ventana de la habitación de la hija, y él le pidió que abriera la puerta porque "no tenía llave". Escondidos tras la esquina de la casa, esperaron a que la joven madre abriera la puerta principal, y con toda la prisa que pudieron, él con las manos tapándose lo que la desnudez descubría, ella alargando inútilmente la camiseta, entraron a la cabaña murmurando casi al unísono: 
            “Perdimos la ropa”. 
            “Y la vergüenza”, dijo la hija mientras componía un gesto de reproche y de censura que desmentía la risa reprimida…

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