De la soberbia a la humillación… de la humildad a la gloria




Señora buenos días,


Señor, muy buenos días

Decidme: ¿es esta granja la que fue de Ricard?

¿No estuvo recatada bajo frondas umbrías,

no tuvo un naranjero, un sauce y un palmar?

Y el viejo jardincillo de perfumadas grutas,

Donde íbamos…

 donde iban los niños a jugar,

¿no tiene ahora nidos, ni pájaros, ni frutas?

Señora, ¿Y quien recoge los gajos del pomar?

            Porfirio Barba Jacob, “Parábola del retorno”.

 

         Sesenta años son un lapso adecuado para que la historia, adobada de nostalgias como lo preludian los versos del inicio, rememore las gloriosas hazañas de sus héroes y sus dioses, o las humillantes derrotas de ambos. Más aún cuando en unos mismos momento y lugar, tienen cabida ambas circunstancias y los protagonistas del triunfo y la derrota.

 

Antecedentes nada deportivos

         El Campeonato Mundial de Fútbol que se iniciara en 1930, tuvo como primer triunfador a Uruguay, campeón olímpico dos veces consecutivas en 1924 en París y en 1928 en Amsterdam, y continuó en la década de los años treinta del siglo pasado con el triunfo de Italia en 1934 y 1938.

Luego de allí, sin embargo, la inminencia primero y la realidad después de la Segunda Guerra Mundial, impidieron la competencia a lo largo de los años cuarenta, aunque hubo un intento en 1948, con sede solicitada por Argentina, que contaba ya con el formidable equipo triunfador en la Copa América de 1945, 1946 y 1947, esta última en Guayaquil y a la que no asistió Brasil, derrotado en las dos anteriores. Pero las federaciones europeas obstaculizaron el evento alegando la crisis económica ocasionada por la Guerra, y el Campeonato se decidió primero para Suiza en 1939, y finalmente postergado para Brasil en 1950. Acudieron doce selecciones: España, Suecia, Yugoslavia, Suiza, Italia, Inglaterra, Chile, Estados Unidos, Paraguay, Bolivia, México y el ganador del primer Mundial, Uruguay. Alemania no fue invitada por los crímenes de guerra cometidos por los nazis durante la década que terminó con su derrota en 1945. El anfitrión era, pues, el participante numero 13…

Brasil, que ya tenía inscritos en la historia algunos nombres proceros como Domingos Daguía, Heleno Da Freitas, Leonidas da Silva, Zizinho, Jair, Adhemir…, era un cuadro extraordinario y compartía favoritismo con Inglaterra. El equipo carioca había quedado campeón sudamericano en 1949, justa a la que no asistió Argentina, disminuida su selección por un conflicto con sus jugadores, los mejores de los cuales emigraron a Colombia, no afiliada a la FIFA, en una huelga apoyada por Brasil e Inglaterra, los otros supuestos favoritos para el Mundial.

El conflicto impidió que jugadores como Alfredo Distefano, Adolfo Pedernera, Ángel Perucca, Julio Cozzi, José Manuel Moreno, Ángel Amadeo Labruna, Néstor Raúl Rossi y otros más que conformaban un verdadero Dream Team, jugaran el mundial de 1950, ni el siguiente Suiza/54. La diezmada selección gaucha apenas lograría reponerse del éxodo siete años más tarde, cuando conformó el otro Dream Team, el de los “Carasucias” de 1957, campeones sudamericanos en Lima con un contundente 3 por 0 final ante Brasil. Y que tampoco fueron a Suecia pues fueron vendidos a Italia sus artífices Maschio, Angelillo y Sívori, y al Real Madrid su arquero Domínguez. El solitario Omar Orestes Corbata, puntero derecho de aquel equipo de ensueño, fue la solitaria golondrina en Suecia. Y así les fue. La FIFA, manejada entonces por el inglés Sir Stanley Rous, prohibía que los jugadores contratados por equipos extranjeros, jugaran para su seleccionado nacional… El camino, entonces, para Brasil y quizás para Inglaterra en aquel 1950, aparecía expedito. Tanto como lo sería en 1958.

 

El fútbol llegaba por aire

         Eran los días finales de junio y primeros de julio de 1950, y mi corazón infantil ya sentía, provocada e impulsada por las trasmisiones radiales, una pasión que se acrecentaría con el tiempo: el fútbol. Y mi memoria de ocho años, bien contados pues que los había cumplido poco antes, albergaba aquellos nombres ilustres que se hospedarían en mis recuerdos para siempre. Tal vez la pasión era compartida por esos días con Amanda González, ex monja devenida bella profesora de lenguaje de segundo grado. Con la diferencia de que la señorita Amanda sería reemplazada en mis sueños de futuro adolescente por otros nombres igualmente bellos, de dueñas siempre ignorantes de tan prematuros y sentimentales entusiasmos. Pero aquella mi otra pasión, el fútbol, no tenía competidores. Esa amante eternamente casquivana, a menudo ingrata, a veces desilusionante, pero presente siempre, ya estaba para toda la vida ensartada ahí donde más duele… o donde más alegra.

         Desde hacía algo más de un mes, algunos de esos nombres habían sido protagonistas de uno de los partidos de fútbol inolvidables para este cronista: Deportivo Cali 6, Millonarios 1, cuando el equipo bogotano fue considerado el mejor cuadro del mundo. Era la época llamada El Dorado del fútbol colombiano, promovida por la huelga aquella en el fútbol argentino, y en Millonarios actuaban 10 gauchos y un colombiano: Francisco “El Cobo” Zuluaga. Pero esa es historia que quizás se narre en otras páginas y en otra ocasión.

A partir, entonces, del suramericano de Guayaquil en 1947, ya sonaban en mis oídos los nombres mencionados arriba, más la inigualable Maquinita del River Plate. Y, por otro lado, Valeriano López el “Tanque de Casma”, Barbadillo, El “Conejo” Vilariño, Fernando Walter, Vides Mosquera y el “Tigrillo” Salazar, de ese Deportivo Cali que ya se metía en mis entresijos de aficionado, hasta el día de hoy porque ningún varón bien nacido cambia de divisa futbolera. Como quiera de partido político, de ideología o de novia. Pero no de equipo…

Aquella contienda llegaba al pueblo en las páginas de la revista El Gráfico, a la que estaba suscrito el padre futbolero de un amigo de niñez, y en las ondas de la por entonces incipiente radio deportiva colombiana, que también exhibía nombres ilustres: el costarricense Carlos Arturo Rueda C., Joaquín Marino López, y un ecuatoriano, Fernando Franco García, quien por muchos años fue el gran narrador deportivo de la ciudad, sin recurrir a histriónicos levantamientos de ceja, ni a gestos grandilocuentes y, menos aún, a la incomprensible verborrea cantinflesca de los autollamados “poetas de la esférica”. Y de cuyo origen me enteré aquí, 30 años más tarde, pues por esos días en Colombia no se preguntaba por el país de los huéspedes sino que se les acogía con cariño. En estos tiempos uribistas, hasta eso ha cambiado…

         Así que del 24 de junio al 16 de julio de ese año inolvidable, mi abuela me permitió el uso de su radio Grundig para que escuchara entre chirridos, voces lejanas que se perdían por momentos, y la luz del pueblo que se iba el rato menos pensado, los partidos que se llevaban a cabo en el lejano estadio de Maracaná, en Río de Janeiro, construido justamente para que allí se llevara a cabo el campeonato mundial que, sin duda alguna, ganaría el invencible equipo brasileño. Tan seguros estaban directivos, jugadores, autoridades nacionales y todo el pueblo del Brasil, que las medallas para los integrantes del equipo estaban listas con sus nombres, y los afiches Brasil Campeón habían sido elaborados y se aprestaban a desplegarse a lo ancho y largo de la gran nación. Hasta los jugadores llevaban puesta, bajo la camiseta del uniforme blanco que entonces lucían, otra que decía: Brasil Campeón…

 

Y comienza el partido…

Los cariocas habían derrotado con tranquilidad a sus primeros rivales aunque sin mayor contundencia, pero en la semifinal arrasaron sin misericordia a Suecia 7 a 1 y a España 6 a 1. Era, desde luego, un gran equipo con jugadores de jerarquía indiscutible. Pero también era cierto que los rivales, ante la eficacia del equipo y la calidad de sus jugadores, entraban a la cancha casi derrotados. Jugaban a no perder por muchos goles ante Brasil. “No más de cuatro” les pidieron, resignados y cobardes, a sus jugadores, los dirigentes del equipo uruguayo, antes de enfrentar la final contra el monstruo brasileño. Por fortuna para el fútbol, los dirigentes no juegan…

         De lo que logré escuchar el 16 de julio en que se jugó la final, entre los chirridos del aparato y las salutaciones familiares a mi madre por su cumpleaños, el equipo brasileño entró al campo de juego como un huracán que se abatía sobre el arco de Roque Máspoli, el portero uruguayo. Pero arquero y defensa se plantaron en la cancha y, a pesar de la avalancha y de la algarabía ensordecedora de los doscientos mil hinchas de Brasil que acallaban sin piedad a los escasos cien uruguayos asistentes al Maracaná, mantuvieron el marcador cero a cero en el primer tiempo. Cifras que, poco a poco, fueron preocupando a la multitud, como lúgubre presagio de males mayores. Ya se sabe que toda situación mala… es susceptible de empeorar. Sobre todo si hay 13 a la mesa…

         La verdad es que, ausente Argentina por las fricciones entre las federaciones gaucha y carioca nacidas de las manipulaciones antideportivas anotadas y la consecuente ausencia de sus mejores jugadores, mi entusiasmo no era mayor pero se inclinaba sin dudas por el Uruguay de Tejera, Míguez, Gambetta y Schiafinno, de todas maneras jugadores del río de la Plata como mis héroes preferidos, los argentinos. Igual que hoy, por supuesto.

         Sin embargo, la escandalera en el Maracaná se reinició con el comienzo del segundo tiempo, y se acrecentó en decibeles inmedibles con el gol del brasileño Friaça, por pase de Jair, a pocos minutos del reinicio. El rugido de la multitud se escuchaba entre los estertores de las ondas radiales, pues los comentaristas que cubrían el evento estiraban los micrófonos para recoger el aullido de los hinchas. Parecía que empezaba la fiesta.

Pero algo sucedía en el campo… Algo insólito. Lo narra, con más precisas y bellas palabras Osvaldo Soriano, en el recuadro de esta crónica. Pero lo reitero con las mías aquí.

         El gol de Friaça fue, por supuesto, legítimo. Sin embargo, el capitán uruguayo, el “Negro Jefe” Obdulio Varela, se irguió en la cancha, se encaminó a su portería con paso lento pero decidido, agarró el balón que reposaba ya quieto en el fondo de la red, y se lo puso bajo el brazo. Así armado, fue adonde el juez de línea para reclamar un inexistente fuera de lugar. Luego, con la misma parsimonia y con el balón asegurado en la axila derecha, se encaminó al centro del campo, puso la pelota en el piso, allí donde el círculo de cal señala el centro de la cancha, y pidió un interprete para hablar con el árbitro inglés Mr. Reader, y reclamar el fuera de lugar… La pícara y teatral actitud de Varela estiraba el tiempo, enfriaba el partido, silenciaba a los hinchas que miraban sorprendidos hacia el recio capitán de la Celeste. Cuando ya Varela consideró que las cosas estaban en su lugar, miró a sus compañeros y les dijo: “Ahora sí, a ganar el partido”.

         Brasil era campeón con el uno a cero. Y fue entonces cuando la figura de Obdulio Varela creció a una altura que los jugadores de Brasil no atinaban a comprender. El gran capitán se echó el equipo al hombro, como suelen decir los imaginativos narradores de fútbol, y unos pocos minutos después del gol de Friaça, Juan Alberto Schiaffino recibió de la derecha un pase de Alcides Ghiggia, y embocó un zapatazo que Moacyr Barbosa, el arquero brasileño, apenas vio pasar. Uno a uno. Brasil aún era campeón. Pero el empate con el modesto Uruguay no era lo que el público quería. Ni los jugadores. Ni el país entero. De modo que el estadio fue enmudeciendo poco a poco. El rugido se hizo murmullo…

         Y a los 81 minutos, nueve antes del pitazo final, Varela cede un pase profundo a Ghiggia quien enfila por la derecha eludiendo la marca de Bigode que retrocede esperando el pase, llega a la raya final, amaga el mortífero centro atrás que ya esperaban Gambetta y Schiaffino, el arquero Barbosa se come el amague… y deja un hueco minúsculo hacia su palo izquierdo: por allí entra el tiro seco de Ghiggia quien, en ese último segundo, apuesta a lo imposible y tira al arco… Gol de Uruguay. Dos por uno y Uruguay es campeón del mundo entre el ensordecedor silencio de los doscientos mil hinchas brasileños… y el tímido rumor de los escasos cien uruguayos que no podían creer lo que ocurría en el verde césped del Maracaná. Y que poco a poco fueron subiendo el volumen hasta cuando el murmullo se hizo canto de triunfo, grito de gloria.

 

Entre el desprecio y el olvido

         El caballero francés Jules Rimet, Presidente de la FIFA, se había retirado unos minutos antes para recoger la Copa y repasar un corto discurso de felicitación para los campeones brasileños. Al regresar a su puesto, el silencio del Estadio y los jugadores uruguayos abrazados en el campo, le informaron que algo extraño sucedía. Fue a la cancha pero no encontraba a quien entregarle el trofeo. Y cuando ya se disponía, despistado, a ponerla en manos del Capitán del equipo brasileño, Obdulio Varela se la arrancó de las manos: era su legítimo dueño. Luego salió de la cancha sin la escolta de agentes de la policía que el protocolo le había asignado, pero que no podían cumplir con su cometido: estaban ocupados llorando… El previsto himno nacional brasileño no alcanzó a sonar por los altoparlantes.

Los días siguientes los resumió años más tarde Alcides Ghiggia, el hombre que, con su gol, partió la historia del fútbol brasileño. En una entrevista para la televisión, comentó que durante muchos días todo el país, pero principalmente Río de Janeiro, fueron lugares acongojados y silenciosos. Nadie hablaba en la calle, “todo era triste”. Y agregó sin orgullo, quizá con pena: “Solo tres personas en la historia hemos hecho silenciar el Maracaná: El Papa, Frank Sinatra, y yo…”.

Un conocido periodista brasileño, Mario Filho, escribió: “La ciudad cerró sus ventanas, se sumergió en el luto. Era como si cada brasileño hubiera perdido al ser más querido. Peor que eso, como si cada brasileño hubiera perdido el honor y la dignidad”. Ary Barroso, el músico autor de “Acuarela do Brasil”, que narraba el encuentro para toda la nación, abandonó para siempre la profesión de periodista deportivo. Siguiendo su ejemplo, decenas de aficionados no volverían nunca más al Estadio. Y hasta unos cuantos, más trágicos, optaron por el suicidio…

La mayoría de integrantes del equipo brasileño cayó en el olvido. Ni siquiera el goleador del torneo con 9 tantos, Ademir Menezes, lograría el reconocimiento a su logro. Nadie lo tomó en cuenta. Y al arquero Moacyr Barbosa se le culpó directamente de la tragedia, hasta el punto de que, más de 30 años después, una mujer lo reconoció en un mercado y le dijo a su hijo pequeño: “Ese es el hombre que hizo llorar a todo Brasil”. Murió el 7 de abril de 2000, en absoluta pobreza. Unos días antes le había confesado a un periodista: “En Brasil, la pena mayor que establece la ley por matar a alguien es de treinta años de cárcel. Hace casi cincuenta años que yo pago por un crimen que no cometí y sigo encarcelado. La gente todavía dice que soy el culpable. No fue culpa mía, éramos once”.

Ningún dirigente brasileño ni jugador alguno estuvo en su entierro. Pero su fallecimiento sí mereció un titular de prensa: “Segunda muerte de Barbosa”.

Del otro lado tampoco fueron muy diferentes las cosas. Para la dirigencia oficial del fútbol uruguayo tampoco la victoria fue recordable. Los jugadores campeones recibieron como premio un auto que al capitán Obdulio Varela le robaron una semana después. Y eso fue todo en los años siguientes. Pues a pesar de la hazaña, Varela murió en la pobreza. Pero el gobierno hizo por él, ya muerto, lo que jamás hizo en vida del héroe del Maracaná: se encargó de los gastos del entierro…

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