Bajo Cero entre gringos y flores

Bajo Cero entre gringos y flores

Publicada en la Revista Diners del Ecuador, en 2001.

Viejo aficionado a los caminos y torrentes montañeros, quizá por haber nacido al borde de uno y otro, el Cronista emprendió un día en su Colombia nativa, con otros cuatro amigos trotamundos, un peregrinaje por el Eje Cafetero que los llevó a una hermosa región circuida de nevados, páramos y lagunas, en busca del nacimiento de un río. Lo encontraron. Y casi fue el último. Pero los salvaron un par de gringos…

humanano﷽﷽os y cascadas mugientes par de gringosje Cafetero colombiano, caragua.uda con el Depatamento del Tomima, la tierra de

 

 

Un encargo bugueño*

Con el acento enrevesado de un alemán que lleva treinta años luchando con el castellano mientras recorre palmo a palmo el país, el profesor Erwin Patzelt me dijo un día que había cedido algunas fotos de flores del páramo a la revista DINERS, y que yo debería escribir un artículo basándome en ellas.

He visto bastante del trabajo fotográfico de este viejo teutón que conoce el Ecuador mucho más que el 99% de los ecuatorianos. Así que apenas miré de soslayo el conjunto de diapositivas para ver si mi ignorancia botánica me permitía reconocer alguna flor: todas las había visto en mis correrías por los páramos, pero habría quedado último en un concurso acerca de sus nombres o su clasificación botánica. Entonces me aterroricé: ¿cómo diablos escribiría yo, que no soy científico como Patzelt, un artículo sobre la flora de los páramos?

Meses más tarde las fotos seguían durmiendo entre mis papeles mientras yo perdía el sueño pensando en el artículo. Ni siquiera las llamadas semanales de Rubén Soto y Ernesto Albán urgiéndome para que lo escribiera, lograban que enfrentara el tema. Hasta que por fin, un día gris y lluvioso, de esos que invitan a pensar, la paloma de la inspiración -porque debe ser una paloma ¿no?- posóse en mi cráneo estéril: ¿por qué no dejar que las fotos del profesor Patzelt se defiendan solas en su belleza mientras yo me limito a consignar alguno de los muchos recuerdos de mis viajes por el páramo?

¡Eureka! Arquímedes, estoy seguro, no gritó la bendita palabreja con más entusiasmo que yo. Y estrujándome el magín mientras me felicitaba en solitario, busqué un recuerdo. Allí estaba. Relataría una vez que me perdí en un páramo con cuatro amigos y… pero los detalles los leerán más adelante. Si es que me siguen. Por lo pronto les diré que no era un páramo cualquiera sino uno de 60 mil hectáreas, a 4 mil metros sobre el nivel del mar. Limpiopungo pero a lo bestia.

Diez kilómetros en busca de un río invisible 

    Llegamos el día anterior en un viejo Willys que regresó dejándonos al filo de la hondonada. Al fondo, el espejo de la laguna reflejaba las faldas nevadas de el Cisne, el Santa Isabel y el Ruiz, tres de los volcanes del Parque Nacional de los Nevados, cuya jurisdicción comparten las provincias (departamentos) del Tolima, Caldas y el Quindío, en Colombia.

LAGUNA DEL OTÚN. PEREIRA, COOLOMBIA. En ESA PUNTA al medio y la derecha, pesqué la trucha… LES JURO…

Las ocho horas desde Manizales en el traqueteante aparato, habían dejado huella en todos, y quien más quien menos se quejaba de la incomodidad de los duros asientos y del camino imposible que atravesaba hondonadas, lomas, ventisqueros y arenales. La noche se aproximaba con rapidez. Apuramos el paso con las mochilas a la espalda, y descendimos por entre pajonales hasta el borde de la Laguna del Otún. A unos cuantos metros de la orilla levantamos la carpa. Entre cuatro: Alfonso miraba nuestra labor con los brazos cruzados. "Este no tiene remedio", nos dijimos, "trabaja más un gusano en un espejo". Pero era un gran amigo, de modo que ya le habíamos asignado, años atrás, la función de supervisor. "Inspector de atmósfera", le decíamos para motivarlo. Pero ni modo. El sinvergüenza sonreía mientras los demás trabajábamos.

La noche transcurrió tranquila aunque fría. La lámpara de gas iluminó un rato la conversa y los recuerdos de anteriores viajes a otros lugares de la geografía colombiana –éramos siete como los pecados capitales, pero esta vez faltaban dos–, y permitió, al filo de la medianoche, unos poemas de Neruda y Vallejo que entibiaron la nostalgia y soliviantaron la solidaridad. El sueño llegó paulatino y el último –quizás yo– apagó la llama. Al otro día empezaría el paseo de verdad.

El "madrugón" nos aventó a la mañana cuando el sol había recorrido el primer cuarto del día. Desayunamos al apuro, agarramos cámaras y chompas y emprendimos el camino en busca de un río que sabíamos nacía en la laguna, salía por algún lugar del páramo y dividía a Pereira, cincuenta kilómetros al oeste y tres mil metros abajo, en dos sectores, cantando entre piedras. A eso, y a ascender a uno de los nevados, habíamos viajado. Así que a caminar.

Salimos a las once, cuando el sol ya rebotaba en las laderas blancas del Cisne y se resbalaba sobre la superficie quieta de la laguna. 

Dos gringos y una tarde de perros

Cuando encontramos a los dos gringos mochileros que venían de Pereira por una ruta criminal por lo escarpada y dura (no menos de quince horas cuesta arriba), empezaba la tarde y terminaba la ración de bocadillos de guayaba y trozos de panela que habíamos llevado para recuperar energías. El sol brillante del páramo calentaba apenas el aire frío y alargaba poco a poco las cinco sombras en el camino. Pajonales y frailejones enmarcaban el sendero, estrecho y sinuoso, que desembocaba en una pequeña vega pantanosa cubierta de musgos, almohadones y líquenes. Los zapatos se hundían en el piso flojo y húmedo, y los bluyines estaban de escurrir después de cinco horas de travesía por los pajonales.

Sin saber exactamente donde quedaba lo que buscábamos, aunque estábamos seguros de ir en la dirección correcta, nos detuvimos observar en silencio la pequeña planada pantanosa: entonces escuchamos, hacia la derecha, el ruido del agua que brotaba. Por allí era. Como pudimos, tratando de no dejar las botas en el humedal cubierto de hierba, llegamos al sitio: entre dos enormes piedras de origen volcánico, recostadas sobre la pendiente, el agua surgía formando un charco helado y transparente: ahí brotaba el río Otún que, diez kilómetros arriba, nacía de las aguas de la laguna homónima alimentada por el deshielo de los nevados. Allí terminaba el curso subterráneo, emergía murmuroso, e iniciaba lentamente el descenso hacia la ciudad, por la ruta por donde habían aparecido los gringos, el río que luego se haría impetuoso y violento, con saltos de vértigo y cascadas mugientes. No de otra forma podría descender tres mil metros en un recorrido de apenas cincuenta kilómetros.

Nacimiento subterráneo del rio Otun, en el Paramo homonimo y a unos 10 kms. de la laguna. Las fotos no son mias, Por cierto. De este viaje hace 50 años y las perdí.

Nos miramos unos a otros preguntándonos interiormente si valía la pena caminar diez kilómetros por un páramo frío y húmedo, sólo para averiguar por donde brotaba un río que presentíamos horadando metro a metro su cauce bajo nuestros pies. Pues sí, pensamos y dijimos a una “¿Vale la pena”.

A la izquierda, el sendero casi invisible eludía el pantano y se perdía entre pajonales ocres. A la vera, un conejo de ojos redondos y rojizos nos miraba con la displicente suspicacia con que miran los animales a los humanos. Casi junto al charco que reproducía y deformaba la esfera amarillenta del sol, un campo de gencianas nos aventaba, presumido, sus visos violeta por entre pétalos blancos. Arriba, colgando del barranco, la roja campana de una Gentianella cernuda -dato científico de Erwin Patzelt- mostraba impúdica su cáliz sonrosado. Ni más ni menos que como una inocente y desnuda nínfula mal sentada, dicho sea en recuerdo del inefable Humbert Humbert.

Atrás de nosotros, el filo de una cumbre edificada de frailejones, se recortaba, verde y ocre, contra el cielo azul. Y al fondo, por donde ya se veían subir los no sé cuántos pies y varias pulgadas de los gringos, el río recién nacido emprendía su camino formando un pequeño arroyo que se escondía a medias entre las pajas, y se dirigía hacia el valle aún lejano a donde se precipitaría más tarde en saltos y cascadas.

Sí. Valía la pena. Seguiría valiendo la pena incluso si en lugar de diez hubieran sido veinte o treinta kilómetros.

 

El progreso manda... en principio

-¿Vienen de la ciudad a pie?-

La pregunta no podía ser más tonta dado que no se veía ningún cadillac 57 (como el rosado de Elvis, ¿recuerdan? ¡Claro que no!) o algo así, y sí, en cambio, dos rostros rubicundos y cansados y cuatro ojos azules en medio de la pelambre rubia. Lo mismo debió pensar el gringo que sacudió la cabeza de arriba a abajo aprovechando para mostrar una doble fila de dientes a lo Farrah Fawcet, señal de que su dueño visitaba no menos de dos veces al año al ortodoncista.

A todas estas ya eran las cinco de la tarde y el viento frío que se colaba por entre las precarias chaquetas, nos informaba que la hora del regreso había quedado muy atrás, despreciada por nuestro ecológico entusiasmo. Una última mirada al paisaje y, ahora en fila de siete pero ya sin sol, rodeamos con cuidado un pequeño matorral de Rosa de los Andes (Ranñunculus guzmanii, por si acaso...) y nos agachamos al pasar bajo un sartal de ramas cundidas de ericáceas, rojas y puntiagudas como ají rocoto. En un recodo nos detuvimos. Algo querían los gringos, cosa que no nos extrañó porque los gringos siempre quieren algo.

Entre el medio español de ellos y el medio inglés de nosotros, logramos concluir lo siguiente: que según su tecnología made in USA en forma de brújula, el camino hacia la laguna quedaba por la derecha; y que según nuestra malicia indígena hecha en casa, era por la izquierda. Mientras lo discutíamos, la neblina de una tarde que se moría de frío nos envolvió a todos dejando perfectamente clara otra cosa: que a dos metros no se veía camino alguno. Ni a la izquierda ni a la derecha.

Pero como el progreso manda -dicen-, decidimos ir por la derecha por aquello de la brújula y las dos enormes mochilas que los gringos portaban sobre sus espaldas con el mismo esfuerzo que yo invertía en la chompa rompevientos y la Nikon.     

Media hora más tarde el sendero había desaparecido por completo entre la niebla. Y los cinco que seguíamos paso a paso la zancada, ahora ya reducida, de los gringos, hablábamos o nos tocábamos para asegurarnos de seguir juntos. Y para espantar el miedo también. Pues no se por qué inferí que todos veníamos recordando la osamenta pelada que habíamos visto al venir, último despojo de alguna oveja que tuvo la mala suerte de ser vista por un cóndor. Cuando estaba perdida…

 

Un ejército entre la bruma

A las siete de la noche los ojos no servían para nada y nos detuvimos a pensar. Goberth, un costeño de Buenaventura, negro, alto y musculoso, que por primera vez cambiaba los horizontes líquidos de su añorado mar por la desolación verde de la puna, puso los ojos en blanco -no lo vi pero lo adiviné- y echó a caminar solo hacia abajo, desprendiéndose del grupo. Lo alcancé a los diez metros y al querer preguntarle que demonios pretendía, vi en sus ojos esa resolución insondable de los perdidos.

No supe entonces cómo, ni lo sé ahora después de muchos años, pero recuerdo que tuve que empinar mi escasa estatura para darle una cachetada que resonó entre la niebla como un disparo: me miró con los ojos como platos y, cuando me disponía a encomendar mi alma a alguien, mi amigo negro agachó la cabeza y me siguió de vuelta al grupo como un corderillo. El caso nos obligó a pensar lo mismo que había hecho aterrorizar al morocho amigo: estábamos perdidos entre la niebla de un páramo de 60 mil hectáreas, a 4 mil metros de altura y al comienzo de una noche que ya hacía sentir sus por lo menos cinco grados bajo cero.

Alfonso propuso ir conmigo -experto de viajes a otros páramos- para ver si encontrábamos el camino un poco adelante. -"Te agradezco tanto..."-, le dije aceptando la discutible invitación. Los otros criollos amigos buscaron a tientas donde sentarse a esperar, mientras los hermanos del norte buscaban misteriosamente entre las mochilas.

Nos dirigimos hacia la boca oscura de la noche neblinosa, tratando de coincidir en que no era tanta la negrura ni tanto el miedo. Ya estábamos a punto de convencernos mutuamente cuando, cinco minutos y cincuenta escasos metros adelante, ambos perdimos pie y fuimos a dar, rodando sobre la paja húmeda, a una hondonada.

Con más susto que once viejas miramos hacia arriba. El talud por donde habíamos rodado se perfilaba difuso en la bruma, distinguiéndose apenas porque arriba la noche era un poco más clara a causa de las estrellas que ya refulgían por sobre la niebla sin dejarse ver del todo. Al otro lado del vértice donde nos hallábamos, otra ladera completaba el ángulo.

En torno, rectos, altos, amenazantes, con cabezas de alborotada cabellera que la niebla envolvía haciéndola fantasmal, cinco, diez, veinte engendros nos miraban con fijeza.

EJÉRCITO DE… Fraylejones…
Con disimulo, cuidando un tanto las apariencias, si es que a esas alturas aún quedaba alguna, toqué el hombro de mi amigo Alfonso: nos miramos con esa complicidad silenciosa que da una amistad vieja cuando se enfrenta a un miedo nuevo, y, como pudimos, a gatas y arañando la pendiente, agarrándonos a la paja mojada que se deslizaba entre los dedos, en rodillas y codos y pies ateridos, logramos llegar al filo del talud. Una tenue luz que titilaba a lo lejos nos anunció que los compañeros habían encendido una fogata. Creo que ambos lo pensamos: han debido ser los gringos porque nosotros, a lo latino, ni fósforos...

Al volver confirmamos que habían sido ellos. Y que, además, habían preparado una deliciosa sopa Campbell, como corresponde a dos patrióticos sobrinos del Tío Sam. Nos ofrecieron. Y tomamos las tazas con las dos manos para evitar que la tembladera nos… ya saben. Y, como lo temíamos, nos preguntaron: "¿Y el camino?".

–Corta nota, dijo Alfonso, –no se ve nada.

–No se ve nada, repetí procurando poner la voz más firme que pude encontrar.      Nadie volvió a preguntar y se salvó el orgullo.

Seis meses después Alfonso y yo nos atrevimos a narrar, en una noche de alcoholes y boleros, el susto que nos metió aquel regimiento de fantasmas. La carcajada general fue mayor que la estatura de los frailejones que esa noche nos aterrorizaron. Nos reímos también, ¡qué caray! En casos como éste, una buena risotada deja a salvo la dignidad y convierte el recuerdo en diversión.

Pero se requieren, al menos, seis meses…

 

Una noche larga y el camino

Nunca supe como se llamaban los gringos. Solo sé que eran simpáticos y que, además de sopa Campbell, tenían sacos de dormir a la intemperie…  y una pequeña carpa de emergencia para dos personas.

Allí amanecimos los cinco aventureros, abrazados unos a otros para evitar congelarnos, mientras los pantalones mojados se volvían más fríos a cada minuto. Las chompas rompevientos, rala cobija para tanto frío, nos tapaban a duras penas.

Las horas pasaban lentamente. De vez en cuando, el chillido de un búho o el graznido de algún ave nocturna, nos erizaba la piel. Nunca una noche fue más larga.

De pronto, cuando ya perdíamos toda esperanza de que las horas transcurrieran con mayor velocidad, el chillido de un gavilán que cazaba conejos nos informó del amanecer. Salimos. Las últimas estrellas de una noche diáfana que el frío y el miedo nos impidieron contemplar, desaparecían una por una ante la luz cada vez más intensa de la madrugada.

Habíamos acampado a ciegas al pie de una corta pendiente que avanzaba hasta un cerro cercano. Sin esperar a nadie, fui hasta la cima con una idea fija: desde allí, blanco, nítido y mirándose en las aguas de la querida laguna a cuya orilla teníamos la carpa, el nevado El Cisne. Justo a la izquierda, tal como la malicia indígena nos informara la noche anterior. A mi alrededor, la escarcha de una noche a 10 grados bajo cero, cubría el pajonal con un manto de algodón y se quebraba bajo mis pasos.

Descendí a trancos con la noticia de la ubicación, me invitaron a café caliente, y levantamos el improvisado campamento devolviendo a nuestros rubios amigos la carpa junto con cinco agradecidas sonrisas. Tomamos por la izquierda agitando las manos a los gringos que se empeñaban en avanzar por la derecha.     

El sol de la mañana se asomaba tímido sobre las cumbres y empezaba a calentar la helada mañana. La escarcha del camino y los pajonales se quebraba a nuestro paso con leve crujido y se derretía gota a gota. Al pie de un terraplén, el triángulo de paja y barro de un rancho paramero anunciaba presencia humana. Al frente de la entrada, blandiendo una larga estaca, una vieja campesina de abundantes polleras azotaba un montón de paja que sobresalía del suelo. No recuerdo de toda mi vida mejor chocolate caliente ni queso con arepa más sabroso. Ni más amistosa hospitalidad.

 

La primera trucha y otra vez los gringos

Llegamos al campamento a eso de las diez, con más hambre que regimiento en campaña. El encargado de la comida del día alistó la parafernalia cocineril. El del fogón, soplando a dos carrillos, luchaba por avivar una precaria llamita. Alfonso, como siempre, miraba hacia los cerros de Úbeda con los brazos en cruz. Nada nuevo, por fortuna.

Me disponía a sentarme en una piedra, al pie de un arbusto de chuquirahua, esa extraña flor paramera de pétalos duros amarillo-fuego que suele durar, arrancada del tronco, meses y meses sin agua, cuando vi entre la carpa la caña de pescar que alguno de nosotros había traído al viaje, con no poco optimismo. La tomé y, con ademán de pescador avezado, me dirigí a la laguna.

En mi vida había empuñado artilugio semejante. La pesca que recordaba de mi niñez se limitaba a un viejo canasto que introducía en los charcos del potrero en la finca donde me crié, para sacar renacuajos. Si acaso, ya mayorcito, una vara de guayabo, nudosa y torcida, en cuyo extremo colgaba un cordel de esparto con humilde anzuelo de alambre fabricado por el suscrito. Pero de esas sofisticaciones de fibra de vidrio con carrete Mitchel y sedal de 10 libras, no tenía idea. Pero como la ignorancia es atrevida, caminé hasta el filo de la enorme roca que se metía varios metros en el agua fría y oscura, y lancé el anzuelo tal como había visto hacer a los duchos en la cuestión.

Varias veces recogí el sedal para lanzar de nuevo. Al cuarto intento y cuando ya mi escasa paciencia empezaba a declinar, un sacudón me sacó del recuerdo de la noche anterior: no menos de 60 centímetros de piel plateada relampagueaban al sol y agitaban la superficie tranquila del agua. Con cuidado fui arrimando la enorme -así me pareció- trucha hasta la orilla, y me volví a mirar orgulloso, con ese orgullo desmesurado del pescador primerizo, a mis compañeros de campamento.  

En ese momento, los dos gringos se desprendían de sus mochilas junto a la hoguera que ya exhibía prometedora llamarada y olla asentada sobre tres piedras. Ahora les podemos ofrecer algo nosotros, pensé tratando de arrinconar la trucha contra una esquina de la roca, en sorda pelea con el animalejo que se empeñaba en regresar al agua. Juro que no lo logró.

Y mientras le sacaba, torpe, el anzuelo enredado en las fauces, se me ocurrió que a lo mejor igual se llega por la izquierda que por la derecha. Y que si bien los gringos prefieren la derecha con brújulas y tecnología, nosotros nos divertimos mucho por la izquierda con el improvisado entusiasmo de los soñadores. 

 

* Se llama en Colombia "Encargo Bugueño" al que nos hace alguien cuando viajamos, sin pensar que puede ser engorroso y dificil de conseguir o trnasportar. Como un Colchón de agua, por ejemplo….





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