Gleri o los estragos de la belleza


         La memoria, generosa, modifica, pule y filtra los recuerdos. Y los recuerdos se desgranan al vaivén de la nostalgia o, incluso, de los remordimientos o la pesadumbre por lo que pudo ser y no fue. Y, de pronto, cuando ya atardece la vida, un rostro y un nombre en las redes sociales resucita una temporada hermosa, más embellecida aún por la distancia larga y el pertinaz olvido.
Los hechos son, en esencia, exactos. Los anteriores a ellos, desconocidos para quien los rememora pero dibujados por la imaginación quizá para hurgar en las tragedias de la época, y darle un matiz de irrealidad a lo pedestre del amor juvenil. Los posteriores pertenecían entonces al futuro, esa otra forma de la ignorancia o del azar. Los protagonistas son los que eran aunque quizá no fueran cinco sino tres, acaso dos cuando alguna dolorosa preferencia oscureció una tarde. Los nombres, poco importan. Excepto el de ella, fruto maduro que se desleía en sílabas y letras.
Algunos pormenores los agrega el cariño, la ilusión de aquellos días, las apetencias comunes, el común deseo de perpetuar lo efímero. Hoy los narro con no menos desesperanza que aquella con que los viví.

Llegó al pueblo un lunes, cuando los muchachos andábamos desperdigados en vacaciones por las fincas, por los pueblos vecinos, algún afortunado en la capital. Ni siquiera nos enteramos. La familia Salgado, sus tíos cercanos, la acogieron cuando los desastres de la violencia la dejaron huérfana a los 11 años y en manos del destino. No tenía otra familia que sus padres, y la hermana de su padre en el remoto pueblo que a duras penas había oído mentar, y cuyo nombre nada le decía cuando, en cualquier ocasión, una escueta referencia a la tía política, que allá vivía con su marido radio técnico y sin hijos propios, lo mencionaba.
Se llevaban bien las dos familias. En épocas anteriores habían vivido en el mismo pueblo y se visitaban con frecuencia y mutuo cariño. Hasta cuando uno de esos días en que a los lugareños, de condición errantes, les da por emigrar en busca de fortuna en “cualquier parte que no sea este pueblo donde ya no hay nada qué hacer”, la familia Parra vendió la finca de café cercana al pueblo, y con su pequeña hija Gleri, de siete años escasos y un hálito de belleza que ya la distinguía –y apartaba– de sus congéneres, empacaron bártulos, se despidieron de parientes y amigos, y arrancaron para ese lugar lejano en donde alguien les había pintado pajaritos de oro y ofrecido una finca el doble de grande por la mitad del precio del que vendieron la suya. Lo que no les dijeron fue que el buen precio de la finca se debía a que sus dueños la abandonaron para que no los mataran, y para salvar a una familia de 5 hijos y abuelos prefirieron dejar la heredad en manos de don Leopoldo por lo que al viejo le dio la gana de pagarles, y se marcharon a la capital donde se las arreglaban bien que mal pero más mal que bien con una tienda de barrio.
Tampoco sabían que al viejo Leopoldo la finca no le interesaba –es una tierra muy falduda, decía– pero le molestaba tener a dos leguas unos vecinos liberales que ni siquiera iban a misa, y que se negaban a venderle barato dos veces al año el café que producían sus 100 hectáreas, y en lugar de eso lo llevaban a la ciudad para venderlo a mejor precio a la Cooperativa de Cafeteros. Y un día en que amaneció de mal genio, les mandó a decir con el capataz que tenían una semana de plazo para venderle la finca y largarse del pueblo.
Don Leopoldo tenía reconocida fama de que nunca enviaba dos veces el recado. La siguiente visita la harían sus más cercanos “trabajadores”, una cuadrilla de hombres que permanecían en su finca principal jugando a las cartas o a los dados, amansando caballos o disparando a lo que se moviera por los linderos del cafetal mientras esperaban algún “trabajo”. En lugar de azadones y palas que no sabrían manejar, tenían machete al cinto y revólver en la cintura, debajo del poncho. Nadie vivo quedaba luego de sus visitas. Y, a veces, nada en pie. Pero como don Leopoldo quería congraciarse con el pueblo y aumentar el número de votantes del Partido Conservador en las elecciones, puso en venta la finca recién adquirida, a buen precio y al primer postor. No faltó el acomedido que le sopló en la oreja una familia que deseaba cambiar de aires y había elegido ese remoto rincón para vivir. De modo que los Parra adquirieron la finca, le pagaron buena comisión al tramitador, y adquirieron también una pequeña casa en el pueblo para que la niña pudiera estudiar. Se aclimataron en 15 días como lo habían hecho años atrás en el pueblo anterior.
Un año después, la familia Salgado abandonó también su pueblo y fue a dar con sus corotos a uno distinto, al parecer tranquilo y prometedor, del de sus parientes, aunque en la misma región. Radios, discos, tocadiscos, agujas, tubos incandescentes, resistencias y toda la parafernalia de un radio técnico, tuvieron acomodo en el almacén que don Antonio Salgado montó en el local que, con casa de habitación en la parte de arriba, alquiló en el nuevo villorrio. Gente buena, sana y de costumbres sencillas, sin remilgos para hacer amigos fueran del color que fueren, de bandera o de piel, los Salgado no tardaron en hacer amistades entre lo principal del pueblo, más por su simpatía y bondad que por su dinero. Aparte de conseguir clientela entre los vecinos con radio y tocadiscos, y en los bares, cantinas y cafés de la población en los que la música nunca faltaba para entretener parroquianos charlones y entristecer borrachos dejados del amor.
Pero la lejanía entre los pueblos, el trabajo de los Parra en la finca y el de los Salgado en el taller y almacén de discos en el otro pueblo, más la muy precisa economía hogareña de ambas familias que vivían con lo justo para cumplir con lo que les imponían sus necesidades de gentes bien consideradas y, por lo tanto, con otros compromisos menos eludibles que viajar a visitar la parentela lejana, les frenaba cualquier acercamiento distinto de un par de cartas al año y las tarjetas del caso por Navidad y en los cumpleaños de los cinco, tres de allá, dos de acá.

Gleri se adaptó pronto a su nuevo hogar. Pero su belleza, que ya era motivo de murmullos, conjeturas y habladurías, y su tragedia que inspiraba a la vez piedad y respeto, le impedían todo acercamiento de la gente del pueblo, de las beatas chismosas y de muchachos en trance de galanes.
Percibiendo el clima de soledad que empezaba a rodear a Gleri, los Salgado visitaron una por una las familias amigas para presentarles a su sobrina y, sobre todo, para amistarla con las chicas de su edad. Yo me entristecí por primera vez de no tener hermanas y no haber podido saludar a la nueva estudiante del colegio de señoritas. Pero me consolé pensando que Néstor, Ernesto y Nicolás sí tenían, y que tal vez la podría ver en sus casas algún rato. Nolberto, el otro de la pandilla, tampoco recibió la visita de los Salgado tanto porque su única hermana era muy mayor, cuanto porque vivían con su madre en Pueblo Nuevo, barrio afuereño alejado del burgo principal, y además porque su corta familia –él, su hermana mayor y una madre trabajadora que financiaba los estudios del hijo cocinando en su fogón de leña mazamorra y empanadas para varias familias del pueblo–, no formaba parte de las amistades de los Salgado, aunque sí eran sus clientes diarios para la mazamorra. Cosa que aprovechó el muy pillo para decirle a su madre, después de la llegada de Gleri, que él con “mucho gusto” se encargaría de entregar todos los días la olla de mazamorra de los Salgado cuando fuera para el Colegio y de recogerla por la tarde, aunque el asunto lo hiciera desviar cinco cuadras. La madre lo miró con ojos comprensivos aunque algo preocupada, y le aceptó la generosa oferta sabiendo los riesgos a que se exponía su hijo por los lados del corazón. “No le ha de durar”, pensaba, “y además es bueno que aprenda a sufrir de amor. Ya tiene 16 años”.
Los otros tres amigos, sin el pretexto de la mazamorra, nos reuníamos en la esquina del frente de la casa de los Salgado, al menos para mirarla cuando, muy ocasionalmente, se asomaba a la ventana, nos echaba un mirada entre tímida y prometedora –o eso creíamos– y se escondía de nuevo en un destellante vuelo de su cabello en cola de caballo, que dejaba en el aire una estela dorada que reteníamos en la imaginación por algunos minutos. Un día sí y otro también, visitábamos el almacén de radios y discos de su tío político con cualquier pretexto –una aguja para el tocadiscos de 78 rpm, un tubo para el radio de la abuela que se había fundido sin motivo, el nuevo disco de Julio Jaramillo–, pero, como bien sabíamos, para verla, para mirar sus ojos verdes, su cabellera rubia atada con una cinta roja, su rostro algo ovalado y con un ligero tono mate que aceitunaba la blancura de su piel, y dos dientes superiores ligeramente más grandes que le daban un toque de pícara gracia natural.
Solía ayudarle a su tío en las tardes mientras empezaban clases en el colegio del Sagrado Corazón, en donde ya la habían matriculado al llegar, en primer curso.
Nolberto nos llevaba ventaja pues la veía casi todos los días con el cuento de la mazamorra, pero nunca se había atrevido a saludarla. De modo que lo convencimos de ir todos a pedirle permiso al señor Salgado para visitarla. Conocíamos las dudas de su madre por el embeleso de su hijo con una niña que ella también consideraba peligrosa para los afanes del corazón, pero no puso reparo cuando Nolberto le comentó nuestras intenciones. Nos estimuló, condolida de la soledad de la recién llegada, aunque con la inquietud de que su hijo se entusiasmara demasiado.
Lo que no imaginaban su madre ni Nolberto era que el señor Salgado le pondría talanqueras al entusiasmo del sorpresivo repartidor de mazamorra. Cuando los cuatro fuimos a pedirle permiso para visitar a Gleri, nos miró de arriba abajo aunque ya nos conocía de sobra, se detuvo más de la cuenta en la estatura de Nolberto, que aparte de 3 años nos llevaba 20 centímetros, y recordó haber notado que el mocetón ya no leía en el parque los sábados por la tarde cómics de Superman, Tarzan y Dick Tracy ni libros de Julio Verne y Emilio Salgari ni el Peneca o El Gráfico, sino que andaba muy ufano con un par de obras de Vargas Vila bajo el brazo. De modo que nos volvió a mirar apreciativo, sonrió con algo de pena y picardía, y nos dijo a Nicolás, a Ernesto, a Néstor y a mí: “A ustedes sí. Pueden venir los martes y los jueves porque la niña tiene que estudiar”.
Nolberto lo miró primero con algo de rencor y luego con la resignación que le imponía la realidad de sus años, su estatura y sus aficiones literarias, y se despidió entristecido. Nosotros aprovechamos para extender el permiso a la matiné del domingo al medio día. Luego corrimos a alcanzar a nuestro amigo, que nos esperaba en la esquina del parque, y le dijimos para consolarlo: “Oye, pero tú ya tienes novia y se te va a enojar si visitas a Gleri”. Sabía que teníamos razón, sonrió y calló, pero en dos semanas no se le quitó una sombra de desilusión de los ojos. Pero no renunció a seguir llevando la mazamorra a casa de los Salgado.
Después de las visitas protocolarias a las familias del pueblo, Gleri fue recibida por las chicas más o menos de su edad –las mayores de quince la miraban con desconfiada y envidiosa displicencia– y entró a formar parte de las paseantes en el parque el sábado por la tarde, momento que los cuatro agraciados con su amistad aprovechábamos para acompañarla dando vueltas hasta las nueve de la noche, hora en que la llevábamos a su casa para evitarle complicaciones con los tíos.
Semanas después, cuando ya éramos más amigos, Gleri nos contó una tarde, con la mirada baja y un fulgor amarillo tenue en sus ojos verdes, sentados en las escaleras de acceso al segundo piso de la casa almacén, que cuando se vio sola en la vieja casa luego del atentado que les costó la vida a sus padres, se fue a donde el cura a pedirle que le ayudara a encontrar en el otro lejano pueblo, a su tía Carmen.
El cura del pueblo, conmovido por la sosegada tristeza de una niña que apenas despuntaba a la adolescencia, le puso un telegrama al párroco del otro pueblo preguntando por la familia Salgado, e informándole entre líneas del crimen, la huérfana y la petición de ayuda para que, si era posible, la fueran a buscar.
Yo no podía evitar pensar que el cura estaba tan asustado con la inexplicable belleza de esa niña desamparada, como los bandoleros que mataron a sus padres y no se atrevieron a tocarla, y quiso deshacerse de ella tan pronto como fuera posible. Una niña tan hermosa, solitaria en el pueblo o en el refugio de la Casa Cural, y ya con despuntes de mujer, sería en extremo peligroso para ella, para el pueblo y para su alma débil de simple hombre con sotana. Así que el recibo del telegrama de respuesta a su pedido, anunciando que el señor Salgado iría el lunes siguiente por la chica, le tranquilizó el ánimo aunque le dejó en alguna parte un dejo de angustia por el futuro de la niña, y de mal disimulada pena por su ausencia inevitable pero necesaria.

Las visitas de martes y jueves se limitaban a sentarnos en la ancha escalera de acceso al segundo piso, a charlar de las menudas peripecias del colegio, a contrastar apuntes y tareas, y a leer. Los cuatro éramos buenos lectores y a Gleri le gustaban Verne, Dumas y Salgari, aunque tuvimos que resignarnos también a Louise Mary Alcott y sus Mujercitas y a don Edmundo de Amicis y su edulcorado Corazón. Valía la pena escucharla. Era ella la que leía y nosotros escuchábamos más entretenidos con la música de su voz que con las aventuras, venturas y desventuras que brotaban de las páginas. Yo me acordaba de mi tía Alicia y su bella voz cuando a mis tres años remplazaba por momentos a mi abuela con el tomo de Miráculas o los folletines de La Panadera y el Coche número trece, que ni entendía pero me permitían mirarla embobado y quedarme dormido en su falda.
Pero algo había en la mirada y en el semblante de esa niña que ninguno de nosotros lograba descifrar, y que vine a intuir muchos años después cuando su amistad era ya un lejano recuerdo pero su belleza seguía en mi memoria tan fresca e inexplicable como entonces. En ciertos momentos, interrumpía de pronto la lectura en algún pasaje que aludía a la muerte violenta o a la venganza –fue lento y profundo el intervalo silencioso cuando terminó de leer el capítulo en el que se fuga de la prisión Edmundo Dantés y empieza a prefigurarse la futura venganza del Conde de Montecristo– y el fulgor amarillo reaparecía en sus ojos. Nunca le preguntamos nada pero suponíamos que se acordaba con tristeza y dolor, tal vez con ira, del asesinato de sus padres. Pero había algo más que, un año después, cuando quedamos ella y yo solos en la escalera, me fue contando a retazos, como si le dolieran su niñez y su belleza.
Y le dolían.
Siempre fue y lo supo, una niña hermosa. Desde cuando empezó a comprender las palabras y los gestos de las amistades de su familia, escuchaba que se referían a ella con los más cálidos y repetidos elogios. No le importaba mucho al principio pero, cuando ya tuvo más años y entendió el contexto y las intenciones, envidias, temores, resentimientos solapados de las amigas celosas por no ser tan bellas, o de las madres preocupadas porque sus hijos correrían peligro con quien era, intuían con prematura mezquindad, una bruja linda o una mujer fatal que les destrozaría el corazón a los hijos o les arrebataría los amores a sus hijas, empezó a odiar su belleza, esa que se le aparecía inevitable en el espejo todas las mañanas.
Pero también aprendió a convivir con ella y a no darle más importancia que la de un accidente de la naturaleza, un indeseado regalo del destino. Y esa sensación, la de que su belleza ocasionaba en el nuevo pueblo las mismas intrigas, temores, angustias y resentimientos del otro, del de su niñez primera, la enojaban consigo misma y la hacían sentirse excluida aunque hipócritamente aceptada, acariciada por manos que hubieran querido ahorcarla, besada por bocas que dientes adentro la insultaban. Quizás por eso congenió con nosotros tres. No nos asustaba su belleza aunque nos intimidaba un poco. Pero ella no la ostentaba ni nosotros la aludíamos con piropos tontos ni frases alabanciosas: sabíamos que ella conocía su belleza. No necesitaba, le molestaba, que se la recordaran. Percibía que, más que reconocerla y admirarla, se la echaban en cara.
Dos años duró la amistad de los cuatro, aunque las visitas fueron reduciéndose de visitantes poco a poco. Ernesto se fue con su madre y su hermano menor a la capital luego del asesinato de su padre. Néstor decidió un día, luego de un Cursillo de Cristiandad en busca de vocaciones sacerdotales que habían dado en el pueblo los Padres Carmelitas, irse al Seminario. A mi madre también le ofrecieron los curas tan interesante perspectiva para su hijo un domingo a la salida de misa de once, pero me pude escapar con el cuento, forzado pero verdadero, de que era hijo único y no quería dejar solos a mis viejos ni a mis abuelos, que vivían con nosotros. El Padre Cano, párroco del pueblo, me miró con algo de sorna pues el año anterior ya le había renunciado al cargo de monaguillo, sin mayores explicaciones, y si bien mantenía la obligación de la misa dominical con el colegio, había suspendido la confesión y comunión de los primeros viernes. Me pareció de mala educación decirle que me aburría como ostra aventando incienso y pasando la bolsa de la limosna por entre las filas de penitentes. Aunque me gustaba la misa en latín. De manera que a Gleri sólo le quedamos dos embobados admiradores, pero ella no dio señas de querer completar el cuarteto con alguno de los otros candidatos que percibía en la juvenilia del pueblo.
Pocos meses después de la partida de Néstor a su repentina pero inconsistente vocación –regresó a los dos años con más cara de aburrido que de novicio- y del viaje de Ernesto a Bogotá, Nicolás hubo de emigrar del ahora terceto. En una kermesse del colegio femenino le salió al camino Amparo, una de las niñas bellas del pueblo, y poco a poco el puesto en la escalera martes y jueves, se fue quedando con dos contertulios: Gleri y yo. Aunque ninguno de los cuatro primeros ni de los siguientes ni yo en solitario nos habíamos atrevido a ir más allá de tomarle una mano y acariciar al desgaire su cola de caballo con cualquier pretexto –anudarle el lazo rojo “que parecía flojo”–, ella nos había preferido durante dos años sin caer en tentaciones a pesar de los avances de los chicos más guapos del pueblo. Yo quería creer que era porque en cierto modo nos quería, pero no: con ellos se aburría. Algunos sólo tenían como tema las cervezas de los fines de semana, las partidas de billar o los encuentros de fútbol, los viajes a la finca a caballo, las noviecitas que habían conquistado antes y hasta los chismes que escuchaban a los mayores y que a Gleri poco le importaban. Curiosa, sencilla, buena estudiante y mejor lectora, Gleri nos prefería porque con nosotros podía aventurarse a descubrir esos otros mundos lejanos, extraños e inalcanzables que nos regalaba la literatura. Sí, creo que fue la literatura y no el amor, lo que mantuvo intacta la juvenil amistad que para ella era consuelo al viejo y doloroso recuerdo de la muerte de sus padres.
Alguna vez, ya solos, me contó que el día en que mataron a sus padres, sentada en el sillón de la sala leyendo mientras su padre hojeaba el periódico y su madre planchaba alguna prenda en la mesa del comedor, vio entrar a los cuatro bandidos que asesinaron su niñez –el quinto se quedó en la puerta vigilando pero luego entró a constatar el “trabajo”– y supo que algo malo estaba ocurriendo. Habían entrado sin tropiezos pues el portón de la casa estaba siempre abierto, de modo que irrumpieron en la sala abruptamente y sin dar tiempo a ningún amago de defensa de sus padres. Ni una palabra, ni una explicación, ni siquiera un insulto: sólo cuatro hombres vaciando sus revólveres en los cuerpos indefensos, y las balas hiriendo o rebotando en las paredes y don Emilio y doña Margarita tendidos en el piso en un charco de sangre. Y ella, muda, con los ojos abiertos como el lente de una cámara, registrando la escena, la sangre, los cuerpos, las caras de los victimarios, sus gestos y sus señales, estática y sin asustarse pero mirando fijamente ora la escena, ora a los bandoleros, actitud que ni ella entendía, y con “ese” extraño tono amarillo en sus ojos verdes que le aparecía en momentos de ira o de concentración, sentada en el mismo sillón donde la dejaron los bandidos como si fuera apenas una muñeca inerte que del susto no diría nada, y todo registrado detrás del fulgor amarillo de sus ojos verdes. No pensó que podrían matarla. Estaba segura de que no lo harían si los miraba de frente, escupiéndoles en la cara y en los ojos su belleza atemorizante. Y así fue: ninguno se atrevió siquiera a apuntarle con el arma. La miraron un momento, como asustados de la visión de ese rostro que, tal vez, católicos creyentes y practicantes como eran, les recordaba el de un asexuado ángel de cartulina o el de alguna virgen litografiada.
Y se marcharon.
De vez en cuando se quedaba mirando al vacío y en sus ojos aparecía ese resplandor de oro nuevo que se los cubría en los momentos de enojo o desazón, y mirando al suelo me decía, con voz algo quebrada pero dura, que recordaba con exactitud de fotografía las caras de los bandidos y que se empeñaba en no olvidarlos “por si acaso algún día me encuentro con alguno”. Nunca le pregunté qué haría si eso pasaba pero intuía que detrás de ese fulgor amarillo de sus ojos verdes ardía una dolorosa necesidad de venganza que no quería dejar morir.

Fueron muchos los libros que leímos juntos en el año que compartimos, solos los dos, la acogedora escalera de su casa. Creo que con ella aprendí, sin dolor, a querer sin ilusiones, a amar sin esperanzas, a poner los ojos en mujeres inalcanzables y en amores imposibles.
Y, como coincidente y curiosamente ya lo había dicho Vallejo, “Un jueves del cual tengo ya el recuerdo” fui a mi acostumbrada y ansiada visita de ese noche en la escalera del amor nonato, y la señora Salgado salió a recibirme con sonrisa comprensiva y mirada condolida: “Gleri se fue ayer. La vinieron a buscar del Convento de las Carmelitas de Buga”. “Te dejó esto”, agregó tendiéndome un librito ajado y manoseado por los cinco amigos en meses de entretenidas relecturas: Las Aventuras de Tom Sawyer, con una frase en la primera página: “Recuérdame como si yo hubiera sido Becky Thatcher”. Y su nombre, que por las noches y las madrugadas repetía entre dormido como si se me desliera en la lengua. Aún lo conservo.
La bella niña se las había arreglado para hacer contacto con el Convento a través de los curas que hicieron el Cursillo de Cristiandad del año anterior, y sus tíos, gente honesta, católica y comprensiva de su orfandad, aunque ignorantes de los estragos que su belleza le ocasionaba por dentro, ofrecieron al Convento como dote la herencia que le había quedado a Gleri de la venta de la finca luego de que asesinaron a sus padres, y sin decir nada a nadie prepararon el viaje de la hermosa niña que prefirió el encierro de un convento de monjas, a las hipócritas muestras de envidioso cariño de la gente, a los piropos excesivos de los que le recordaban a diario esa belleza que deseaba olvidar y no podía. Sentía que allí, en el silencio acorralado por las paredes del Convento, esa belleza que odiaba se iría marchitando poco a poco, y los impulsos que ya empezaban a despuntar erguidos bajo los pliegues de su blusa, se apagarían lentamente al conjuro de una inhumana castidad auto impuesta, a la que se resignaba para no caer en las acechanzas de la venganza si en el camino de la vida se hubiera encontrado de repente con alguno de los asesinos de su familia, de sus ilusiones, de su destino…

Me despedí cabizbajo y triste de la señora Salgado. Camino al parque miré la portada del libro que, audazmente, le quería proponer que leyéramos esa tarde: Las amistades particulares, de Roger Peyrefitte, y me di cuenta en ese momento de que jamás desaparecerían de mi recuerdo esos ojos verdes que el dolor amarilleaba, ni la huella dorada escrita en el aire por esa trenza rubia atada con un lazo rojo, ni la cadencia musical de esa voz que modulaba fragmentos de literatura con la misma dulzura que me hacía adormilar de niño en los brazos de mi Tía Alicia…

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