CRÓNICAS NOSTÁLGICAS…
A propósito de tomates verdes fritos…
O, conversando con poetas
Solía
tener hasta hace pocos años algunas costumbres que podrían parecer hábitos si
no fuera porque considero que los hábitos son perniciosos: son esclavizantes,
son obligantes, son casi siempre nauseabundos como el cigarrillo –que ni siquiera
es pecado, lo que le daría un matiz de gratificante vicio que lo justificaría. Y lo ennoblecería. Porque los vicios son voluntarios,
compartibles y divertidos y, al contrario de los hábitos, siempre aceptan un
“no” como respuesta.


Pero lo de V.S.O.P. me recuerda un
deliciosa anécdota que les cuento. Tuve el privilegio de tratar a doña Olga
Fisch en su tienda de artesanías y tapices de la Colón. La conocí en la Imprenta
Mariscal, pues era pariente de su propietario Paco Valdivieso, de cuya
Imprenta ella era cliente frecuente, y a quien yo acostumbraba visitar para
escaparnos al Dimpy de Multicentro, tomarnos un buen café y charlar de lo
habido y por haber.

Una de las primeras veces que la
visité, al servir el par de copas de Remy Martin, me preguntó: ¿Sabes qué
significa V.S.O.P.? Yo acudí a mi precario inglés y a mi supuesta “cultura
alcohólica”, y le dije. “Si señora: Es Very Special Old Product”, feliz de
haber quedado bien con la culta y simpática dama.
Pero ella me frenó en seco y me dijo.
“No, Estás equivocado”.
Yo pensé: claro, quedé en ridículo
porque ha de ser algún slogan en francés, lengua que ella dominaba aparte de no
sé cuantos idiomas más. Pero enseguida me aclaró con divertida sonrisa:
“Significa: Virgen Santísima Otro Poquito”.
“Significa: Virgen Santísima Otro Poquito”.
Desde entonces me sabe mejor el Remy
Martin…
Ha de ser por milagro de la Virgen
Santísima…
Pero yo iba hacia otra cosa: la poesía.
Aunque no es tan distinta porque un buen verso se saborea como una buena copa
de cognac… Como creo que veremos enseguida.
Trabajaba a fines de los años sesentas
del siglo pasado en un importante banco de Colombia, en mis años veintes, y
atendía a los viajeros al exterior que requerían dólares para su permanencia
fuera del país. Un día llegóse hasta mi escritorio un hombre mayor, casi
sesentón, a quien jamás había visto pero que por alguna razón se me hizo
familiar. Me dijo que viajaría a México a un Congreso de Poesía, lo cual me
ratificó en la idea conocerlo de algo, aunque no personalmente. Me pasó el pasaporte
para autorizar la venta de los dólares, lo abrí, y leí su nombre: Jorge Robledo
Ortiz.
Cerré el pasaporte, tomé un comprobante
de solicitud de divisas para que lo firmara y, mientras firmaba, recité en voz
baja:
Ya tengo listo mi velero fantasma
No le he trazado rumbos a mi ausencia
Ni he fatigado el mapa
Localizando zonas que no bailen
El macabro jazz-band de las borrascas.
Viajaré simplemente,
Sin triangular alturas ni distancias
Llevando en el timón a Don Quijote
Y a la Rosa del Viento en la solapa…
Entonces sentí en mi mano otra mano: la
suya. Y sus ojos húmedos me miraban con una luz de alegría. “¿Por qué se lo
sabe?”, preguntó. Le respondí que en mi segundo de bachillerato lo había
leído como un deber de Literatura Colombiana, me había parecido hermoso y me lo
aprendí de memoria. También conozco “Siquiera se murieron los abuelos”, le
dije. Y su sonrisa se ensanchó mientras una lágrima le rodaba por la arrugada
mejilla.
Le había recordado un poema de
juventud, “Cuento de mar”, y me confesó que cuando lo escribió, aún no había
conocido el mar: “No había salido nunca de mi pueblo, Santa Fé de Antioquia”,
dijo. Y agregó a modo de confidencia: “¿Sabe una cosa? Son estos momentos con
los lectores cuando un escritor se da cuenta de que el mejor homenaje no son
los Premios ni las celebraciones sino que alguien recuerde nuestros versos, y
nos lo haga saber como lo ha hecho usted”.
Luego charlamos un poco más de los
pueblos antioqueños de mis abuelos y los suyos, de poesía, y de su bello soneto
“Siempre tú”. Me preguntó si lo sabía y yo recité, en voz baja también, quizá
presintiendo a la “niña linda” que me lo recordaría 35 años después en Ecuador:
Entre el mínimo incendio de la rosa
Y la máxima fulgencia del lucero
Se quedó tu recuerdo prisionero
Viviendo en cada ser y en cada cosa
Te recuerdo en la cita milagrosa
Que se dan la mañana y el jilguero
Y en el aire, translúcido tablero
Donde escribe su color la mariposa
Todo me habla de ti. Sobre la brisa
Persiste la nostalgia de tu risa
Como una dulce música remota
En los labios tu nombre me florece
Y al saberte lejana me parece
Que me bebo tu ausencia gota a gota…
Le entregué sus dólares, se despidió
agradecido y, creo, emocionado, y al salir del entrepiso alzó la mano sin volverse
a mirar. Intuía que yo lo estaba observando irse…
Años después, ya en Ecuador, supe que
había muerto en Medellín en 1990. Se le llamó El Poeta de la Raza. Le cantó a
su Antioquia natal quizá como ningún otro poeta de la región.
Y como algunos años antes le había
cantado al mar Pacífico otro poeta de mi tierra: Helcías Martán Góngora, a
quien conocí a mis 18 años.
Pero esa es otra crónica nostálgica.
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