CRÓNICAS NOSTÁLGICAS…


A propósito de tomates verdes fritos… 
O, conversando con poetas

         Solía tener hasta hace pocos años algunas costumbres que podrían parecer hábitos si no fuera porque considero que los hábitos son perniciosos: son esclavizantes, son obligantes, son casi siempre nauseabundos como el cigarrillo –que ni siquiera es pecado, lo que le daría un matiz de gratificante vicio que lo justificaría. Y lo ennoblecería. Porque los vicios son voluntarios, compartibles y divertidos y, al contrario de los hábitos, siempre aceptan un “no” como respuesta.
Así que acostumbraba comprar, cuando sobraban algunos dólares, un par de libros, la usual revista mensual National Geographic, la ocasional y ya inhallable Foreign Affaire, a menudo Qué Leer, Quimera, Letras Libres, las estupendas revistas de cine Nosferatu y Fotogramas, o la imprescindible Gatopardo. De igual manera, otro de mis “vicios” hoy imposibles, dos veces al año un par de botellas de Glenfidish, ese estupendo whisky escocés de una malta, y otro par de botellas de coñac Remy Martin VSOP. Ambos caros, como saben, lo cual impedía que el delicioso vicio semestral se convirtiera en obligado hábito diario… ¿Hábitos burgueses? No. Vicios ocasionales de proletario. 
Hoy, a dos años del regreso del inefable Capitalismo Salvaje o Neoliberalismo a reducir las magras apetencias de la vida clasemediera del Ecuador y arruinar más la del pueblo pobre y marginado, ya no solo son imposibles las revistas mencionadas, sino que los sápidos licores que de vez en cuando acolitaban charlas y tertulias, son inaccesibles. Manes del Fondomonetarismo neoliberal… 
Pero lo de V.S.O.P. me recuerda un deliciosa anécdota que les cuento. Tuve el privilegio de tratar a doña Olga Fisch en su tienda de artesanías y tapices de la Colón. La conocí en la Imprenta Mariscal, pues era pariente de su propietario Paco Valdivieso, de cuya Imprenta ella era cliente frecuente, y a quien yo acostumbraba visitar para escaparnos al Dimpy de Multicentro, tomarnos un buen café y charlar de lo habido y por haber.
Por alguna razón ella me decía que le recordaba a un Cristo del Greco –los Cristos del Greco son largiruchos y flacos–,  pero agregando que me faltaba un metro de estatura, y sonreía con su habitual encantadora picardía. Era tal vez por lo flaco que yo era en esos años. En todo caso, un día cualquiera me invitó a que la visitara de vez en cuando “para charlar y tomarnos un cognac”. Lo hice varias veces durante un tiempo, casi hasta su muerte.
Una de las primeras veces que la visité, al servir el par de copas de Remy Martin, me preguntó: ¿Sabes qué significa V.S.O.P.? Yo acudí a mi precario inglés y a mi supuesta “cultura alcohólica”, y le dije. “Si señora: Es Very Special Old Product”, feliz de haber quedado bien con la culta y simpática dama.
Pero ella me frenó en seco y me dijo. “No, Estás equivocado”.

Yo pensé: claro, quedé en ridículo porque ha de ser algún slogan en francés, lengua que ella dominaba aparte de no sé cuantos idiomas más. Pero enseguida me aclaró con divertida sonrisa: 
“Significa: Virgen Santísima Otro Poquito”.
Desde entonces me sabe mejor el Remy Martin…
Ha de ser por milagro de la Virgen Santísima… 
Pero yo iba hacia otra cosa: la poesía. Aunque no es tan distinta porque un buen verso se saborea como una buena copa de cognac… Como creo que veremos enseguida.
Trabajaba a fines de los años sesentas del siglo pasado en un importante banco de Colombia, en mis años veintes, y atendía a los viajeros al exterior que requerían dólares para su permanencia fuera del país. Un día llegóse hasta mi escritorio un hombre mayor, casi sesentón, a quien jamás había visto pero que por alguna razón se me hizo familiar. Me dijo que viajaría a México a un Congreso de Poesía, lo cual me ratificó en la idea conocerlo de algo, aunque no personalmente. Me pasó el pasaporte para autorizar la venta de los dólares, lo abrí, y leí su nombre: Jorge Robledo Ortiz.
Cerré el pasaporte, tomé un comprobante de solicitud de divisas para que lo firmara y, mientras firmaba, recité en voz baja:

Voy a beberme el mar
Ya tengo listo mi velero fantasma
No le he trazado rumbos a mi ausencia
Ni he fatigado el mapa
Localizando zonas que no bailen
El macabro jazz-band de las borrascas.
Viajaré simplemente,
Sin triangular alturas ni distancias
Llevando en el timón a Don Quijote
Y a la Rosa del Viento en la solapa…

Entonces sentí en mi mano otra mano: la suya. Y sus ojos húmedos me miraban con una luz de alegría. “¿Por qué se lo sabe?”, preguntó. Le respondí que en mi segundo de bachillerato lo había leído como un deber de Literatura Colombiana, me había parecido hermoso y me lo aprendí de memoria. También conozco “Siquiera se murieron los abuelos”, le dije. Y su sonrisa se ensanchó mientras una lágrima le rodaba por la arrugada mejilla.
Le había recordado un poema de juventud, “Cuento de mar”, y me confesó que cuando lo escribió, aún no había conocido el mar: “No había salido nunca de mi pueblo, Santa Fé de Antioquia”, dijo. Y agregó a modo de confidencia: “¿Sabe una cosa? Son estos momentos con los lectores cuando un escritor se da cuenta de que el mejor homenaje no son los Premios ni las celebraciones sino que alguien recuerde nuestros versos, y nos lo haga saber como lo ha hecho usted”.
Luego charlamos un poco más de los pueblos antioqueños de mis abuelos y los suyos, de poesía, y de su bello soneto “Siempre tú”. Me preguntó si lo sabía y yo recité, en voz baja también, quizá presintiendo a la “niña linda” que me lo recordaría 35 años después en Ecuador:

Entre el mínimo incendio de la rosa
Y la máxima fulgencia del lucero
Se quedó tu recuerdo prisionero
Viviendo en cada ser y en cada cosa

Te recuerdo en la cita milagrosa
Que se dan la mañana y el jilguero
Y en el aire, translúcido tablero
Donde escribe su color la mariposa

Todo me habla de ti. Sobre la brisa
Persiste la nostalgia de tu risa
Como una dulce música remota

En los labios tu nombre me florece
Y al saberte lejana me parece
Que me bebo tu ausencia gota a gota…

Le entregué sus dólares, se despidió agradecido y, creo, emocionado, y al salir del entrepiso alzó la mano sin volverse a mirar. Intuía que yo lo estaba observando irse…
Años después, ya en Ecuador, supe que había muerto en Medellín en 1990. Se le llamó El Poeta de la Raza. Le cantó a su Antioquia natal quizá como ningún otro poeta de la región.
Y como algunos años antes le había cantado al mar Pacífico otro poeta de mi tierra: Helcías Martán Góngora, a quien conocí a mis 18 años.
Pero esa es otra crónica nostálgica.


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