De Pandemias y Profecías… 

No, no fue una pandemia como la que soportamos en este marzo que finaliza y nos tendrá en casa hasta el abril de mis más recordadas fechas, alguna con dolor. Con nostalgia y sin resentimiento. Y tampoco fue de larga duración como esta que ya no parece cuarentena sino cadena perpetua. Fue corta pero dramática para mis 7 años. Y fue la inminente llegada del “Fin del Mundo” con su Ángel Exterminador en cabeza, y los bíblicos 3 días de oscuridad.  
Mi familia acababa de arribar al pueblo empujada a su segundo exilio por razones políticas. Mi abuelo, conservador laureanista, que en Colombia significaba en esa época serlo de raca mandaca, lo era más por los discursos del Caudillo Laureano Gómez que era en verdad un orador de quitarse el sombrero, que por convicciones ideológicas. Hasta a mí, niño aún, me emocionaba su voz de trueno, su sintaxis perfecta –eso decía mi abuela, lectora empedernida– su dicción clara como el agua del río Cáceres que arrulló mi primera infancia y propició mis primeros baños en brazos de la Tía Alicia. En fin, su pinta de prócer y caudillo en los diarios El Tiempo que, liberal, lo criticaba con acerbía, y El Siglo que, conservador, lo elogiaba sin medida. Ambos de lectura obligada de mi abuelo, que solía decir con sorna, “hay que saber lo que piensan rojos y azules para no hacerles caso a ninguno”.
El abuelo tenía la mala costumbre, ejercida en las tres poblaciones de las que salimos huyendo a altas horas de la noche por tal causa, de no acatar los “pedidos” de los caciques conservadores de las comarcas donde vivimos, ni, peor aún, acolitar las trapacerías de los bandidos que recorrían fincas y fundos para exigir “dinero para la causa” o, en su defecto, en especie, para financiar las campañas políticas de los profesionales del pueblo o de la capital. Se negaba sistemáticamente con un argumento irrefutable pero provocador: “Yo no trabajo para políticos, trabajo para mi familia”.
Así que en 3 ocasiones, a mis 4, 7 y 9 años, nos tocó a los abuelos, mis padres, 7 tíos sobrevivientes y la última vez más de 15 primos, salir discretamente pasada la media noche para refugiarnos en algún otro pueblo menos intolerante. O, al menos, donde no supieran quienes éramos. Las amenazas de muerte, los mensajes “cifrados” que mostraban una cruz o un ataúd precariamente dibujados, no eran para echar en saco roto.
De manera que ese año 1949, uno después del asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán en la calle más importante de la capital, Bogotá, la Carrera Séptima, que desembocaba justo en la Plaza de Bolívar frente al Palacio de Gobierno y que Colombia entera identificaba simplemente como La Séptima, hubimos de salir del pueblo de mi segunda infancia (de 4 a 7 años), en busca de aires menos enrarecidos por la tradicional violencia colombiana.
Nos adaptamos pronto. Los vecinos, tan conservadores como el abuelo, nos abrieron las hospitalarias puertas que los colombianos nunca le cierran a nadie, mi padre abrió la carpintería que, luego de la arriería que ejerció por años con mi abuelo cafetalero, le daba de comer a la familia, y el tío Martín surtió de artículos de pan comer una tienda en la parte baja de la casa que alquilaron todos, enorme, frente a la plaza principal y al lado, dato importante para el siguiente exilio, de la Inspección de Policía… Policía conservadora, por cierto, puesto que el Presidente de la República lo era… Quien tenía el Poder, tenía la Autoridad. Sigue igual.
El mes de arribo al nuevo destino era impropio para entrar a la escuela, al segundo grado que me correspondía no tanto por edad, prematura, sino porque ya la abuela se había encargado, institutriz complaciente y cariñosa, de enseñarme las primeras letras y las operaciones básicas de la aritmética elemental de G. M. Bruño, antecesor del menos enredado cubano Arturo Baldor, en cuyas páginas bailarían años después las ecuaciones de segundo grado y las factorizaciones que erizaron de espinas el bachillerato comercial primigenio. Y hasta el posterior de humanidades modernas cuando ya no me asustaban las ecuaciones sino el cálculo diferencial y la química inorgánica.
Así pues, el año 1950 no fue de estudios formales sino de creativa, entretenida y fructífera vagancia por los campos aledaños, por las fincas de los amigos de la familia y por la cancha de fútbol del pueblo, sita cerca de una de las prohibiciones familiares que más nos intrigaban: la cañada Cauquita, zanjón de aguas quietas y oscuras que según los vecinos, “no tenían fondo” y ya se habían tragado dos o tres muchachos inquietos y desobedientes. Pasaba a menudo por allí camino a casa desde la cancha, siempre a tres o cuatro metros de distancia de la orilla, “por si acaso”.
Y un domingo de fines de abril de ese año que partía el siglo XX en dos mitades, abuela y madre llegaron de misa de once con la faz acontecida y una noticia extraña. Según el cura del pueblo, la mitad del Siglo XX traería consigo el cumplimiento de la profecía de tres días de oscuridad que constaban en la Biblia en los libros Éxodo, 10:21-23, Jonás 1:17, Mateo 12:38-4116:4Apocalipsis 6:12
Según el Éxodo y según el cura, Yavhé informó a Moisés, durante el exilio en Egipto, que habría “densísimas tinieblas en todo Egipto durante tres días”, debido a las maldades de esa nación en contra de los hijos de Israel, su Pueblo Elegido. Unos dos mil años más tarde agregaría a EEUU… Dios sabe lo que hace. Disque. Y que, como Colombia era un piélago de maldades por la violencia política que ensangrentaba campos y aldeas, vendrían tres días de oscuridad como presagio del Fin del mundo, que ocurriría al finalizar el siglo XX con la segunda venida de Jesucristo a poner orden, y quien al parecer había dicho que “regresaría dentro de mil y mil desde su nacimiento”, cifra que el acendrado fanatismo católico había interpretado como el año 2000…
De manera que en el pueblo las familias, todas católicas de misa y olla, decidieron aprovisionarse de velas de distintos colores y tamaños, pues durante los tales 3 días solo se podían alumbrar las casas con velas. La casa que estuviese a oscuras o con luces de otras clases, eléctrica, de aceite de higuerilla, de petróleo o de gasolina, la inefable Coleman que colgaba del alero de mampostería de la segunda planta, y que eran las alternativas, serían señaladas con la marca del demonio por el Ángel Exterminador que, como en Egipto, recorrería las calles espada en mano identificando y señalando a los hijos de Satán.
El abuelo, algo escéptico de profecías y amenazas satánicas, no permitió que cundiera el pánico pero tampoco pudo evitar que la abuela y la hija mayor del clan, mi madre, escamotearan de la tienda del tío Martín la existencia de velas a fin de preparase para los tres días de tinieblas. La preparación incluía, por supuesto, los rezos del caso: rosario a mañana y noche, las 3 salves y los mil avemarías a media noche y la prohibición absoluta de PECAR. Que en mi caso consistía en alguna que otra travesura hogareña y en mirar embobado a mi Tía Alicia, que ya despuntaba a sus 13 años y alebrestaba en mis recovecos interiores las maripositas estomacales que a lo largo de mi vida me han visitado no pocas veces… 
En todo caso, los 3 días de la supuesta oscuridad y las densísimas tinieblas bíblicas, no llegaron nunca. Los días amanecieron tan claros como siempre, las casas sin señal alguna de las marcas apocalípticas del Ángel Exterminador, mi abuela y mi madre algo confundidas en sus previsiones y temores, y el abuelo con media sonrisa mal disimulada en el rostro.
Al domingo siguiente, en ninguna de las tres misas, de 7, 9 y 11 de la mañana, el señor cura hizo mención alguna de la profecía incumplida. Advertido por el abuelo, no me atreví preguntarles nada a la abuela ni a la madre, devotas y rezanderas.
Pero una sombra de duda me empezaba a germinar en silencio.

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