Ejercicios profanos

Vindicación de Judas, llamado Iscariote

Homenaje tardío a J.L. Borges, en el 101 año de su nacimiento y catorceno de su muerte.*

No eludo el hecho de que estos apuntes hayan sido prefigurados y escritos bajo el influjo del enigmático texto de Borges Tres versiones de Judas, cuyo original puede hallarse en Ficciones, de 1944, libro que alberga, con El Aleph, quizá lo más misterioso y bello de la obra borgiana. Esa en donde la literatura llevada a lo sublime, explica mejor que la filosofía o la sicología la genialidad de una existencia que casi, casi, fue vida. Impidieron que lo fuera su pertinaz aislamiento de la realidad como la concebimos al socaire de los medios y su paradigma, la fútil televisión; la ceguera prematura; el desencanto inevitable; él mismo, Borges, prisionero de sus laberintos, sus bibliotecas (aun las apócrifas) y sus espejos. Pero se trata de Judas, en este intento de vindicación o, para no ser presuntuoso, de relectura de un proceso que, sin tribunales de por medio, condenó hace ya dos mil años a quien posiblemente iba por caminos diferentes a los de la traición y la ignominia.
Traté de buscar ayuda en otros textos, pero el Judas de Kazantzakis me fue elusivo, el de Saramago insuficiente, el de Erskine Caldwel imposible por inexistente e irrecordable (su novela Yo Judas desapareció de los estantes y de mi memoria hace mucho) y el de los Evangelistas demasiado esquemático y predecible, sobre todo el de Juan que se acerca a la maledicencia y al rencor. Quisiera pensar que alguna referencia adicional podría hallarse en las últimas cuatro páginas (918 a 921) del tomo XLVI** de la Anglo-American Cyclopaedia citada por Borges en el relato Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius del mismo libro aludido arriba, pero tal conjetura es inverosímil por cuestiones meramente alfanuméricas: esas páginas contendrían la letra U de la Cyclopaedia, no la J. Me atuve, pues, al texto del bibliotecario ciego, y a mis lejanos recuerdos de acólito lector de la Biblia y escuchador de sermones. Que si bien tampoco ayudan mucho al entendimiento del supuesto traidor, sí abren, al menos, otros enigmas no menos increíbles.
Borges hace postular a un escritor escandinavo, Nils Runeberg, improbable habitante de la ciudad universitaria de Lund (no hay referencias de él, no digamos en el mínimo Larousse sino en la dilatada Enciclopedia Británica, en la prolija Historia de la Literatura de Planeta ni en la abundosa Historia de la Filosofía de Copleston), una personalidad en el Iscariote cercana a la blasfemia tanto como al desvarío. Borges mismo considera monstruosa la teoría: Dios, para salvar al hombre que Él mismo había condenado, eligió ser hombre y eligió la miseria más profunda para desde allí redimirlo, echando sobre sus hombros toda la carga de infamia, perversión y vileza que fuese posible. Y eligió ser Judas para, desde lo abyecto, conseguir la salvación del género humano a costa de Su propia renunciación a la humanidad, a la virtud y a la salvación.
Otra versión, que Borges atribuye a Thomas De Quincey, implica que Judas pudo haber sido un líder sionista que, intuyendo la divinidad de Jesús, lo presionó mediante la supuesta traición para que encendiera la rebelión entre las doce tribus (trece, si contamos la escindida que algunos historiadores suponen o confirman) y se convirtiera así en el Mesías esperado. No lo consiguió y su frustración pudo haberlo llevado al suicidio por razones similares a las que el judaísmo invoca para negarle al Galileo su condición de redentor: esperaban un guerrero que condujese a la victoria, no un taumaturgo pacifista aunque malgeniado (sabemos de los latigazos a los mercaderes en el Templo) que ofreciera, ya no el poder político, sino la diestra de Dios Padre para los justos, los mansos y los idiotas.
Los evangelistas, como se sabe, eligieron marcar al Iscariote con el estigma de la traición y de la infamia. Mateo, Marcos y Lucas, empero, se limitan a mencionar el beso y la entrega, la acusación de Jesús en la Cena y el suicidio subsiguiente a la devolución de los 30 dineros a los sacerdotes del Sanedrín. Juan, menos generoso o con mayor impiedad, lo acusa, además, de ladrón y de vago. Sin embargo, si ello fuese así, entrañaría un error por parte de Jesús, que, al igual que a los otros once, escogió a Judas para “anunciar el reino de los cielos, para sanar enfermos, para limpiar leprosos, para resucitar muertos y para echar afuera los demonios” (Mateo y Lucas). Un error así, de parte del Nazareno, reafirmaría su naturaleza humana pero, en cuestión tan delicada como la elección de sus discípulos, pondría en severa duda la divina. En fin, son especulaciones teológicas que tienen “oráculos más altos que mi duelo”, para decirlo con el poeta.
Pero volvamos a la blasfema postulación de Runeberg, así sea para divagar. El presunto sueco niega al Iscariote la actitud noble u oportunista del político, y considera inútil por superflua la del traidor. A un Jesús de sobra conocido por sus enemigos, fuesen los sacerdotes judíos que lo despreciaban o las autoridades romanas que le temían, no era necesario identificarlo con un beso para consumar la delación. La acusación carece de asidero y se acomoda mejor al resentimiento o la envidia de los biógrafos primigenios de Jesús, que a sus verdaderas motivaciones. Pero la monstruosa e impía hipótesis de la divinidad de Judas, nos conduce a una blasfemia peor que la de su postulación: Si Dios quiso ser Judas para redimirnos y con ello se hizo inmerecedor de la salvación y del perdón, entonces una de sus formas trinitarias, la de hombre, está condenada al infierno y allí permanece.
Si Judas pensaba, como infiere Borges, que “la felicidad, como el bien, es un atributo divino que no deben usurpar los hombres”, debió resignarse al fuego inagotable porque ya le había sido dada la dicha del Señor en cuanto asumió su sacrificio de redentor. De modo que para estar a su lado por toda la eternidad, habría que condenarse. Destino indeseable, si nos atenemos a lo ofrecido por Él mismo: “Quien beba de mi agua ya no sufrirá de sed y tendrá vida eterna”!. Pero salvarse e ir al paraíso en busca de la dicha perenne al lado de una Trinidad trunca, no sería generoso ni, mucho menos, noble: ¿dejarlo solo, en medio de los réprobos que de todos modos eran su rebaño (la parábola de la oveja descarriada o la del hijo pródigo avalan el aserto) en pago de su sacrificio? Menudo problema teológico.
Alejado de la blasfemia del apócrifo heresiarca sueco, tanto como del rencor quizá envidioso de los evangelistas, me inclino por De Quincey y su vindicación de un Judas político, dirigente sionista empeñado en reivindicar la primacía del Pueblo Elegido. Un improbable Dios resignado a la vileza para salvar Su propia obra, o un traidor innecesario, parecerían ilógicos ambos, aparte de que el primero entrañaría contradicciones imposibles de desvelar. Para empezar, si fuese viable la teoría blasfema: ¿quién fue Jesús? ¿Intermediario de los designios inescrutables de la Divinidad? ¿Chivo expiatorio? ¿Pretexto para esconder misterios mayores a fuer de inconcebibles?
Empero, el Judas político, frustrado como el pueblo judío ante la evidente postergación de su hegemonía por la negativa de Jesús (“Mi reino, no es de este mundo”), bien habría podido, sabiéndose él mismo incapaz de heroicidades o liderazgos, asumir su fracaso y colgarse de la encina luego de retornar el dinero aceptado como pretexto. Con lo cual, de paso, quedaría indemne el más bello y trascendental instante del misterio cristiano: Jesús y su doble condición de Dios-hombre, mártir perfecto e inmerecido de una humanidad imperfecta e inmerecedora.
Unos se suicidan por falta de amor –razón prematura–, por la traición de la amada –razón suficiente–, por la ruina económica –razón intrascendente–, por el deshonor –razón necesaria– o por el embate de la miseria –razón innoble por inevitable: ¿Por qué no hacerlo ante el fracaso de un destino histórico entrevisto y asumido de antemano en su más honda dimensión?

* Los precedentes párrafos quisieron ser, y no estoy seguro de que lo hayan logrado, un homenaje a quien considero uno de los tres mayores escritores del idioma, lista quizás injusta que empieza con Cervantes e incluye a García Márquez, pero que se arriesga a serlo con la excusa de ser personal. He intentado en algunos pasajes, remedar –no copiar, que sería servil, ni imitar que sería superior a las fuerzas de un discutible talento– en algún adverbio o adjetivo la manera de Borges. Le pido por ello perdón, allá donde esté. Quisiera que me lo concediese con la benevolencia del genio a su admirador, apenas buen lector y mal discípulo.
** La obra de Borges que tengo a mano (Borges, Obras completas; Editorial Emece, Buenos Aires, 1974), alude en la primera página del relato mencionado, al volumen XLVI, y dos párrafos más adelante al XVI. Misterios de la corrección de pruebas que se dan hasta en las mejores familias.

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