CRÓNICAS DE PELÍCULA… 



 De cuando fui “Totó”… 

Un muy buen artículo de Mireia Mullor (https://www.fotogramas.es/noticias-cine/a22836309/cinema-paradiso-pelicula-toto/), reproducido en su Muro por Miguel Betancourt, no solo me enterneció de nuevo al recordar el filme sino que me retrajo hasta el recuerdo de la primera vez que vi la hermosa película de Giuseppe Tornatore, Cinema Paradiso. Que también, como a la autora del artículo y a casi todos quienes la han visto, me arrancó –no es difícil– algunas lágrimas. Que tienen razones mucho más viejas que este recuerdo…
Tenía casi 7 años. Mi abuelo había vendido la finca de El Tabor, en las montañas occidentales de Trujillo, en el Valle del Cauca, adquirido una casa de dos plantas en el villorrio para la matriarca y las tres hijas mujeres, repartido la parca herencia entre los cuatro hijos varones –era la Ley–, y abandonamos el fundo de cafetales, potreros y un bosque medio alto que proveía de leña, árboles y aventuras sin cuento. Y de engendros, endriagos y espantos que ya narré en la Revista Diners pero que, tal vez, reproduzca en estas Redes algún rato.
Lo recuerdo bien porque a esa edad, por imposición religiosa –familia conservadora y católica hasta los tuétanos, si perdonan la redundancia–, los niños entraban en “uso de razón”, y debían empezar a estudiar. No había Kindergartens ni guarderías y mucho menos Psicólogas Infantiles. Solo el patio de la finca, el horizonte, la abuela y la Tía Alicia. Suficiente.
En el pueblo, escuela pública dirigida por don Daniel Toro, Maestro que me dio el segundo empujón por el camino del idioma que ya había señalado mi abuela al enseñarme a leer 3 años antes, y completaría un año después, ya en el pueblo grande, otro maestro memorable: don Esmaragdo González. Pero esa, es otra historia.
Debo ser sincero: pobre Madre. Su único hijo era un rapazuelo montaraz al que los límites del pueblo le quedaban estrechos. Y la Escuela, aburrida y repetitiva de las enseñanzas de la abuela, no tenía nada que ver con la montaña detrás de la vieja casa campesina ni con los potreros de pasto húmedo de amaneceres, resbaladizo y divertido, ni con los cafetales cundidos de árboles frutales que daban sombra al café arábigo. Toda esa vida rural y campesina seguía existiendo en forma de recuerdos, de nostalgias del niño que era, en las ansias de aventuras por los caminos montañeros apenas trazados por mulas y arrieros, por los vericuetos líquidos del río, por los desfiladeros del cañón de Garrapatas que sugería tentador los misterios tenebrosos de las selvas del Chocó, adornadas de leyendas heroicas del negrerío traído hacía añares para el servicio de los Grandes Señores de la Conquista, cuyos hijos de mi ayer eran hoy los patronos y capataces herederos de fundos y servidumbres. Cañón selvático que recorrería unos 6 ó 7 años más tarde, de la mano de otro maestro, este de geografías, que gustaba enseñar sobre el terreno… In situ, como decía otro maestro, pero de latines… Pero eso, también, es otra historia.
Mucho menos tenían que ver horarios estrictos y pupitres incómodos con las tardes encandiladas por los folletines decimonónicos que leía la abuela y los mimos de la Tía Alicia, cómplice y guía solidaria de travesuras y escapadas.
Así que el travieso niño campesino tornóse indomable rapaz urbano capaz de terminar con la paciencia del santo Job. Que no era la de mi madre, precisamente… Pero el azar llegó en su ayuda para terminar de domesticar al párvulo incorregible.
Uno de los tíos herederos, José, escuchó y aceptó la oferta de un pequeño empresario que administraba el Teatro del Pueblo, pero debía venderlo para escapar de la muerte que le aseguraba su delito político: ser liberal, en un pueblo de godos contumaces.
No recuerdo si el Teatro tenía nombre pero era innecesario: era el único lugar en el que se podían ver los dramones mexicanos que, con las películas de Hollywood, sobre todo románticas, de guerra y de pistoleros, nos abrían los ojos hacia la ya floreciente industria gringa que entonces se llamaba “del Celuloide”, y que atiborraba pantallas en América Latina a expensas del cine brasileño, argentino y cubano que poco espacio tenían en los circuitos comerciales dominados por la Meca del Cine.
Ni siquiera el estupendo cine europeo de entreguerras y de segunda posguerra, más arte que farándula comercial y publicidad política soterrada, aparecían en nuestros telones de gruesa lona Coltejer. Y eso que ya se mencionaban a menudo en las revistas especializadas, Carteles de Cuba y Ecran de Chile, nombres ilustres: La Nueva Ola francesa, el Neorrealismo italiano, el cine alemán ya casi exento de la propaganda nazi y hasta el Cinema Nuovo brasileño que, al menos en las revistas, tenía espacio y crítica. Pero la Cultura Made in USA ya había sentado sus reales en el Patio Trasero y el 80% de los filmes provenían de Hollywood. Y el resto, del México de Gabriel Figueroa, Pedro Armendáriz, Marga López, Maria Félix, La Doña, Emilio Tuero, David Silva, que me recordaba en papeles y estampa al Jean Gabin del cine galo de suspenso policial.
Esa ausencia de "otro cine" en las pantallas de Colombia, quizá me impidió enamorarme entonces de la más bella mujer del cine, Heddy Lamar, la austríaca que me alborotaría el corazón proclive a las divas de acetato, para no mencionar mis hormonas, cuando pude verla en la pantalla grande treinta o cuarenta años más tarde. 
El Tío José no sabía nada de cine pero le dio curiosidad un negocio que nocturna y dominicalmente atraía un buen número de parroquianos. Así que el vendedor, antes de escapar de las balas conservadoras con su familia al hombro, le enseñó los rudimentos y le recomendó al maquinista. Este aceptó quedarse con el nuevo patrón, pero le faltaba un ayudante. El “Cambia Rollos”, oficio que desempeñaba el hijo menor del ex propietario… El tío José no tenía hijos para el oficio, sólo hijas, y las niñas “no trabajan”, de modo que le echó el ojo al sobrino…
El maquinista, como vería 40 años más tarde cuando Cinema Paradiso llegó a las pantallas ecuatorianas, tenía que ocuparse de que la llameante bujía de carbono de la máquina proyectora no se apagara dejando el telón en negro, la sala a oscuras y el griterío de los clientes reclamando “No Corten”. O, más pícaros y maliciosos, “Suelta al niño, ve”…
Pero no había tal. Los cortes ocurrían cuando la llama de la bujía de carbono incendiaba el rollo, había que apagarla, eliminar unos cuantos centímetros de película quemada, remendar el rollo con cinta scotch y reiniciar la proyección. Los cortes a lo Cura de pueblo que informa Tornatore en su filme, no ocurrían en el villorrio. Las películas con sexo, casi siempre sugerido, casi nunca explícito, no llegaban. Se quedaban en la Censura Previa del Obispo de la Capital. Escasamente pasaban los besos y eso si no eran muy “profundos y largos”. Es decir, el beso entre Reth (Clark Gable) y Scarlett (Vivian Leigh) en Lo que el viento se llevó, por años el más largo de la historia del cine hasta cuando llegaron los franceses de la Nueva Ola a alargar el asunto (y ahondarlo, claro), no se pudo ver. Quedó en manos del obispo…
Pero, cosa curiosa para mis pocos y aún nada maliciosos años, las películas de guerra no se cortaban. Excepto cuando el soldado triunfador regresaba del frente a los brazos de su novia del Middle west y el beso del reencuentro se alargaba demasiado… Eso me llamaba la atención aunque entonces no atinaba el porqué. Aún no tenía ni la malicia ni las lecturas suficientes para que el hecho de que un beso –o un polvo– fueran “pecaminosos”, pero no lo fuera una ráfaga de ametralladora que terminaba con la vida de quince “enemigos”, o la descarga de fusilería que clavaba en el paredón a 5 prisioneros de guerra…
Luego supe, “muchos años después” aunque por fortuna no “frente al pelotón de fusilamiento”, que la Santa Madre Iglesia considera más pecaminoso un beso profundo o un polvo en cueros, que un bombardeo sobre civiles inocentes por parte de gringos buenos, nazis malos o comunistas peores… Incluso más que una bomba atómica explotando sobre herejes anticristianos de ojos rasgados…
Duró poco mi trabajo de Cambia Rollos. En poco más de un año mi tío José, aburrido de un negocio que lo mantenía quieto mientras maquinista y ayudante trabajaban unas pocas horas a la semana, lo cambió por una Farmacia… Pero a mí me quedó el amor por el cine… y el “Camote” por las estrellas más hermosas de la pantalla. Camote que inauguró Silvana Mangano en Arroz Amargo, y hoy revive la Natalie Portman de El profesional. La inolvidable Matilda, su cerquillo y su plantita…
Pero el tema de los “Cortes” de fragmentos pecaminosos, se me instalaría en el inconsciente hasta los 14 años más o menos, cuando la historia nada santa de la Santa Madre, me empezó a preocupar… Y me “bauticé” de Ateo por culpa de Federico Nietszche y un maestro algo moderno para la católica educación de mi país…
Aún no me curo… Creo que la cosa se agrava cada día más por culpa de otro filósofo, uno de cuyos libros comentaré en el segundo capítulo de esta Crónica de mis inicios cinemateístas. Bertrand Russell y Por qué no soy Cristiano… Que recomiendo fervientemente. Es muy bueno para “percudir” con argumentos racionales, cerebros lavados en el pilón del púlpito como complemento de la Pila Bautismal…

Comentarios

Entradas populares de este blog

CRÓNICAS NOSTÁLGICAS… Conversando con artistas y poetas

¿NO SOMOS NADA EN EL UNIVERSO? ¿EN SERIO?

FONDOS DE INVERSIÓN. EXPLICACIÓN SIMPLE