CRÓNICAS NOSTÁLGICAS

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La finca del Abuelo
y las remotas selvas del Chocó


En la parte delantera de la finca del abuelo, arriba de la vereda El Tabor en la cordillera occidental colombiana y a tiro de piedra (3 días a pie por el cañón de Garrapatas) de las lluviosas selvas del Chocó Andino vallecaucano, florecían y fruteaban un níspero, un zapotero y un aguacate en el patio de tierra, surcaba recto un sendero empedrado, y agitaban el plumaje tras los granos de maíz diez o doce gallinas revoltosas y alharaquientas y un gallo cumplidor.

En el primer piso de la casa de dos plantas, un par de salas grandes a la izquierda y hasta el fondo, se llenaban de esterillas y colchones de paja para acomodar al primerío en vacaciones. El resto del tiempo, la última era improvisada bodega para los sacos de café seco listos para el mercado pueblerino, y la delantera lugar de conversa, en las noches antes del sueño, de abuelos, hijos y nietos grandes y, a menudo, algunos de los trabajadores de la finca encargados de cosechar el café, desyerbar los potreros, “encerrar” los terneros y ordeñar la media docena de vacas que proveían de leche para el desayuno, los biberones de los más niños y la pequeña quesería de la abuela. En la parte alta vivían los abuelos, mis padres y un par de tías de edades opuestas, 40 y 13 años; la mayor, Carmen, con 2 hijos; la menor, Alicia, con mil sueños. A la derecha, comedor largo con bancas a los lados y dos sillas altas en las cabeceras, cocina, y la quesería al fondo. Saliendo de la cocina, otro patio de tierra con aguacates, zapotes y guayabos, el enrejado del gallinero, y el pilón para azotar hasta el cansancio el maíz de la mazamorra.

Más allá, el ordeñadero, la huerta de legumbres y hortalizas y una hilera de cuatro pisos de camillas grandes, corredizas sobre rieles de madera dura (guayacán o truco), en las que se secaba al sol el café salido de la despulpadora, hasta cuando se pudiera empacar en costales de yute para llevarlos al pueblo y entregarlos en la Cooperativa de Caficultores del Valle, Agencia de Trujillo.

El viaje al pueblo era de todo un día arreando las mulas y cuidando de que ninguna se desbarrancara al pasar por la reducida trocha que se asomaba al río Cáceres por el sitio de la cascada, cien metros barranco vertical abajo. El pueblo quedaba a media montaña, y la bajada era una senda estrecha y sinuosa que apenas daba paso a la recua de mulas y a los tres arrieros encargados del transporte: mi abuelo, mi padre y un trabajador para que “arreglara las cargas en el camino”. Un par de veces me llevaron como “ayudante”, previa docena de bendiciones de la madre, el “tenga cuidado mijo” de la abuela, y el cariñoso “no hagas pendejadas” de mi Tía Alicia.

Bajando 3 peldaños, el patio de tierra delantero, prolijamente barrido con escoba de iraca por la abuela paridora y lectora (16 hijos), nos aventaba a los primos a los pastizales que trepaban por las lomas de la izquierda hasta el borde del monte todavía virgen, y se deslizaban por la derecha hasta la ribera del río donde nos bañábamos en pileta natural con presa de piedras acarreadas por los más grandes, bajo la estricta observancia de la Tía Alicia. El charco/pileta medía unos 10 metros de ancho y veinte de largo, y alcanzaba los 3 metros de profundidad en la parte honda. A la cual tenía prohibido acceder a causa de mis escasos 5 años y una estampa menuda que no presagiaba precisamente estatura de basquetbolista. “No se metan sino hasta donde se puedan parar sin que se les hunda la cabeza”, decía la Tía con ojos vigilantes y ceño entre adusto y pícaro. Sabía que algunos porfiados nos aventuraríamos un metro más allá del limite para que ella corriera a “salvarnos”.

A los primos el charco nos parecía algo así como el casi vecino océano Pacífico, que oíamos mentar en las charlas de vecinos pero nunca habíamos visto. O, al menos, como los remansos del chocoano río San Juan que, contradictorio y rebelde con sus aguas transparentes y sus corrientes invisibles, se empeñaba en correr hacia el sur cuando en Colombia los ríos grandes van hacia el norte, quizás en busca de la civilizada Europa. Este no. Empeñado en que el Sur también existe, como aprendería yo más tarde en la voz de Joan Manuel, el San Juan saludaba líquido, saltarín y orgulloso al Atrato que, a lo lejos y hacia al oriente, se encaminaba disciplinado, silencioso y pardo hacia el norte, a oscurecer un poco las azules aguas del Golfo de Urabá. Ambos nacían en el Cerro de Caramanta, pero el cauteloso Atrato se dirigía al “civilizado” Norte, y el San Juan al desconocido, selvático y lluvioso Sur chocoano.

En ese lejano sur ya cercano al Valle del Cauca y casi vecino de la finca del abuelo –apenas había que remontar la Cordillera…), el San Juan, luego de una curva casi en ángulo de 90 grados y ya en las vecindades del puerto de Buenaventura –que aún no imaginaba me hospedaría al filo de mis 18 años durante los tres años más felices de mi vida–, se arroja violento y caudaloso al Pacífico un poco arriba de la Bahía de Málaga. Allí, el río se dispersa en ramales en un amplio delta cuya caudalosa reunión de afluentes y esteros, forma un poco mar adentro un tenebroso “maelstrom” de aguas revueltas y furiosas que los pescadores costeros temen como al demonio, y los navegantes de cabotaje logran evitar alejándose mar afuera o acercándose cautelosos a los acantilados y playas orilleras: lo llaman “El Paso del Tigre”…

Tampoco imaginaba entonces que a los doce o trece años, un maestro de Geografía y Botánica, que gustaba enseñar In Situ flores, árboles, frutas y caminos, nos entusiasmaría con ir a conocer las húmedas selvas chocoanas que, según nos enseñara teóricamente, eran, con un lugar de la India llamado Cherra Punji, las dos regiones más lluviosas del planeta.

Eso y los misterios que encerraban las regiones chocoanas, sus playas solitarias y su negrerío de raíces tanto africanas como rebeldes, y que nos llegaban en crónicas de revistas y relatos de ocasionales viajeros, unido a lo que ya conocíamos al interior del país como el infinito verde claro de los cañaverales del Valle del Cauca y el verde oscuro de los cafetales de media montaña, del perfume y la belleza multicolor de las flores a la vera de los caminos, del recto y grueso tronco de nogales y robles o el retorcido y disparejo de los guayabos y, sobre todo, de los vericuetos montañeros de más allá del pueblo hacia las inextricables montañas del occidente, del intrincado Cañón de Garrapatas y de las vecinas selvas del Chocó, nos alborotaba una curiosidad seducida ya por mapas que escondían misteriosos y recónditos espacios y prometedoras aventuras.

El entusiasmo casi que se nos enfría cuando el Profesor del cuento, al preguntarnos si nos gustaría ir al Chocó y escuchar el unánime “SÍ”, nos mencionó que pediría autorización y permiso a los padres de diez o doce muchachos que se atrevieran. Lo cual cayó como helada lluvia de desilusión: ¡Que nos van a dejar ir!

Pero no contábamos con las dotes de persuasión del Profesor J.C., quien consiguió el reticente “SÍ” de los padres a condición de que nos acompañara un veterano cogedor de café que conocía al dedillo los fincas “del otro lado de la cordillera”.

Pero esa es otra crónica que, tal vez, borronee algún día antes de que los viejos recuerdos se esfumen tras los implacables nubarrones de la edad…

 

https://buhociego.blogspot.com/

Comentarios

Unknown ha dicho que…
Hermoso. Podia ver y oler los campos, los arboles frutales, las flores, sentir el agua y la humedad... los primos en alboroto antes de dormir en cama general en la sala... la descripciones de la naturaleza y los abuelos.... me estremecio. Yo me crie en finca igual...Gracias Omar

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